jueves, 17 de mayo de 2012

CUENTO: La máscara (c)


CUENTO: La máscara (c)
AUTOR: Armando Fernández

Las gotas de llovizna tamborileaban contra la ventana. Adentro, en la intimidad del pequeño departamento, había calidez y la aromática virtud del café hacía sentir su presencia. Raquel estaba absorta en su trabajo. Pintaba con fruición, dejando que el fino pincel guiado por su mano recorriera los vericuetos de aquella típica máscara del carnaval veneciano que hacía poco había modelado.

-¿Cómo vas?- Preguntó Luisina Bonatti, su entrañable amiga.
-Bien- Raquel se permitió una sonrisa. Tenía una boca hermosa, carnosa y digna de ser besada mil veces. Pero nadie había besado esa boca desde, por lo menos, dos años atrás. Eso, al menos desde el punto de vista de cualquier hombre, era casi un pecado.
-Tengo fe en que esa exposición de máscaras que voy a presentar será un completo éxito- Murmuró Raquel y agregó:- y debo trabajar duro porque en dos semanas me dará esos salones en la galería.
Luisina revolvió el café y puso delicadamente un grupo de ostentosas y fragantes medialunas sobre la bandeja. Sirvió toda en la mesa.
-A tiempo. Me estaba muriendo de hambre- Gruñó Raquel. Se limpió las manos de pintura, se las secó y fue a tomar asiento junto a la mesa. Sobre el ventanal de la buhardilla que le servía como taller de modelado, la llovizna se había vuelto lluvia y ahora crepitaba con furia.
-Vaya, que tarde de perros. Pero me encanta.- Raquel sorbió un trago de café con leche y mordisqueó una medialuna con sus dientes blancos y perfectos. Luisina se había quedado mirándola.
-¿Qué pasa?
Luisina desvió la mirada. Se mordió los labios y acabó dando un resoplido.
-Tengo que decírtelo.
-¿Decirme qué?
-Favio volvió de Italia hace dos días.


Siguió uno de esos silencios que parecen eternos. Silencios que se pueden cortar con el filo de un cuchillo. Uno de esos pavorosos vacíos de sonido. Un rictus apareció en la boca de Raquel. Esa boca perfecta que nadie besaba desde hacía dos años. Quitó lo que restaba de la medialuna de sus labios y la depositó en la fuente, junto a la humeante taza de café.
-¿Ah, sí? ¿Y como lo sabés?

Luisina se sorprendió de la frialdad de su voz. Pero vio sus ojos y también vio el odio, el rencor más absoluto agazapado en ellos. Tuvo un instante de miedo y se maldijo interiormente por haber soltado aquella frase.
“Favio volvió de Italia hace dos días”...

-Te pregunté como lo sabés.
Dos ojos de aguja estaban clavados en ella. De súbito; era como si una extraña y no su mejor amiga, fuera quien la contemplaba. De buena gana hubiera querido levantarse, tomar su abrigo y marcharse. Pero eso, después de todo, no habría sido correcto. Razonó que el amor y el odio son, a veces, dos caras de la misma moneda.

-Me…me lo crucé ayer en un café de la calle Florida.- Balbuceó Luisina con un hilo de voz.
-Ah...
-Me preguntó por vos. Me dijo que quería volver a verte.- Como aliviada, Luisina lanzaba en andanada las palabras.
-¿Verme? ¿Para qué?
-Eso te lo tiene que decir él, no yo. Le dije que estaba loco, que no va s a recibirlo. Pero insistió. Dijo que de todos modos…iba a venir aquí.
-¿Aquí? Vaya con el sinvergüenza…- Una sonrisa divertida y torva asomó en aquellos labios que no habían sido besados en los dos últimos años.
-No se va a atrever, supongo. No te hagas problemas. No vendrá. Después de todo no es más que un cobarde.- Raquel recogió el trozo de medialuna y se la llevó a la boca.
-Raquel…-Comenzó a decir Luisina.
-Dale, se enfría el café y está delicioso.- Raquel sonrió. Luisina volvió a encontrar el rostro afable y hermoso de aquella mujer que la apreciaba como a una verdadera hermana.

Y entonces el timbre de la buhardilla se hizo escuchar.

-¿Quién puede ser a estas horas?- Raquel hizo un gesto de extrañeza.

Luisina se levantó de la silla. Ella sí sabía de quién se trataba, porque Favio Gonzaga le había dicho en aquel café de la calle Florida en que día y hora iría a ver a Raquel. Luisina había dudado de esas palabras, pensando que él finalmente no se atrevería pero cuando abrió la puerta supo que Favio había cumplido su promesa. Estaba allí de cuerpo entero. Elegante, maduro y esbelto. Pero con una fugaz expresión de tristeza en sus ojos.

-Hola, Luisina.- Le dijo mientras le daba un beso en la mejilla. La aludida se ahogó en su propia saliva y no pudo responder.
Raquel se había puesto lentamente de pie y su rostro lucía tan pálido como aquella máscara veneciana, sonriente, siniestra y espectral que estaba pintando.
-Antes de que me eches, dejame hablar, por favor.
-No recuerdo haberte invitado, pero… ya que estás…- La voz de Raquel sonó neutra, nasal.
-Me tengo que ir- Luisina tomó el abrigo del perchero, se lo calzó y desapareció de la tensa escena con la velocidad de un dibujo animado. Ni por todo el oro del mundo se habría quedado ahora en el taller.


-¿Puedo encender un cigarrillo?
-Podés. El cenicero está en el lugar de siempre. ¿Querés café?- Raquel abrió una de las hornallas de la cocina y puso a calentar el oscuro brebaje. Luego le sirvió una taza.
-Tenía que verte. Y me imaginaba de mil modos como sería este momento… después de dos años.
-¿Y cómo iba a ser? ¿Pensaste que me pondría histérica? ¿Qué gritaría o sollozaría? ¿O te recriminaría cosas? No. Eso habría sido darte demasiado valor. Y vos ya no valés nada para mí. Absolutamente nada.
-Mentira.
-Ah, el gran pintor Favio Gonzaga ha vuelto. Italia ha caído rendida a sus pies. Sus telas se cotizan en miles de euros. Gonzaga ha triunfado en toda la línea. Que suenen las trompetas y retumben los clarines.
-No triunfé. Fracasé.
-¿Cómo decís?
-Fracasé. Te perdí a vos. Eso no es un triunfo. Eso es la más miserable de las derrotas.
-Hijo de perra…- Los colores afluyeron violentamente a las mejillas de Raquel-Cochino hijo de perra, mentiroso… me dejaste llorando como una loca, cuando te rogué que no partieras ¿O perdiste la memoria de todo eso?- La voz de ella estaba inflamada de odio y pasión.
-Raquel…
-¿Sabés? Mi defecto es el orgullo. Y cuando me dijiste que te marchabas a probar fortuna a Europa con tus cachivaches, tiré ese orgullo al inodoro, me abracé a tus tobillos y lagrimeé sobre tus zapatos.
-Raquel, por favor, escuchame.
-¡Escuchame vos y escuchame por última vez! ¡Te supliqué esa vez! ¡Y cuando te fuiste, te importó un bledo de mí! ¡Escupí tu nombre, tu recuerdo y tus besos! ¡Tenía el corazón lleno de amor y ahora lo tengo lleno de odio! ¡Es tu culpa, cochino!- Raquel había aferrado un pequeño jarrón y a duras penas contenía las ganas de estrellárselo contra su cabeza.
-Merezco lo que me decís. Pero no me lo merezco todo.
-¿No?- Súbitamente ella se había calmado, aunque rostro continuaba pálido como la espectral máscara veneciana que unos momentos atrás estaba pintando y que desde la mesa de trabajo parecía mirar a la pareja desde los tajos abiertos de sus ojos.
-¿Sabés porque me fui?
-Porque yo no te importaba.
-No. Me fui porque me importabas. Porque eras la mujer de mi vida y tenía que ofrecerte lo mejor, no la triste mediocridad de un artista fracasado que debe pintar retratos de fotos de estúpida gente que sonríe, para poder comer.
-Ah.
-Y si no hubiera triunfado… si esos tontos que están cruzando el océano no hubiesen dicho que tengo talento (ellos los dicen, yo no) no habría vuelto jamás.
Siguió una pausa. Raquel depositó suavemente el pequeño jarrón en la repisa de donde lo había tomado.
-Y no niego que conocí mujeres. Algunas, muy hermosas… y muy estúpidas y muy vacías. Y al recordarte, te deseaba tanto, que me dolía.- Favio dio un paso adelante y ella, instintivamente, uno hacía atrás, quedando acorralada contra la pared.
-Te voy a besar, Raquel. Hace dos años que me muero por hacerlo.
-No.
-Sí.

Súbitamente los labios de él estuvieron sobre los de ella, como un fuego. Raquel quiso resistirse…y no pudo. La sed le brotó en esa boca que no recibía besos desde hacía dos años.

-¡Andate!- Reaccionó, apartándolo de un empellón.
-Raquel… vuelvo a Italia en unos días. Quiero que vengas conmigo. O quiero quedarme aquí. Vos y yo estamos condenados a no poder olvidarnos.
-Fuera de mi casa. Fuera de mi vida.- Silabeó ella, furiosa.

Cuando la puerta se cerró tras el hombre, Raquel se dio el gusto de estrellar el pequeño jarrón contra esa puerta. La pálida y espectral máscara veneciana parecía reírse a carcajadas.


El silencio se había instalado entre ellas como un telón de acero. Luisina no se atrevía a mirarla a la cara. Tres días después de aquellos sucesos, Raquel había tocado el timbre de su departamento y ahora estaba allí, como un fantasma.

-Tengo que hablarte.
-Sí, lo sé.- Murmuró Luisina mientras servía sendas tazas de té. Té en lo de Luisina, café en lo de Raquel. Esa era la costumbre entre ambas amigas.
-No creo en nada de lo que dijo. Nada ¿Entendés? Y no me importa que se marche a Roma o al obligo del mundo, por no decir otra cosa.- Raquel saboreó el té, sentada en el sofá.
-Lo amás. Estás perdida por él. Y él, está perdido por vos.
-Lo odio. Lo aborrezco. Lo había enterrado y tuvo que volver. Maldito sea ¿Por qué tuvo que hacerlo?

Luisina fue a la habitación contigua. Fue y volvió con un montón de cartas.

-Tomá. Leé.
-¿Qué es esto?.
-Seguro vas a reconocer la letra de Favio en esas cartas. Cartas que durante dos años me estuvo enviando. Y no te hablo de las llamadas telefónicas ni los correos electrónicos que me hizo.

Raquel abrió uno a uno los sobres. Era, efectivamente la letra de Favio.
-No me importa ¿Por qué no quemaste esta basura?.
-Porque en estas cartas no cesaba de repetir lo que te amaba, porque todos los meses me preguntaba que era de tu vida, como andabas, si ya había otro, si lo habías olvidado. Me hablaba de sus luchas y de los triunfos que estaba logrando y de lo que iba a ofrecerte cuando volviera… como acaba de hacerlo.
-Y vos, mi amiga, me ocultaste…
-¿Para que rompieras esas cartas? ¿Para que me prohibieras seguir manteniendo contacto con él? ¿Para que muriera el gran amor que tenés en tu vida? No, nena. Esa no soy yo.- Luisina la mira con fijeza, sin desviar la vista.

-¿Y quien me paga por los dos años que sufrí como una estúpida por él?
-Él. ¿Quién otro?

Raquel se puso de pie y comenzó a pasearse nerviosamente por la habitación.

-No. No. No. Favio no puede volver y decirme: "hola, aquí estoy. Te extrañé. Te amo. Seamos felices”.
-Sí, puede. Es lo que ha hecho. Él te dio sus razones al partir. Vos no pudiste o no supiste comprenderlas. Vos tenías tu orgullo. Él también.
-Lo odio. Con toda mi alma.
-No, lo amás.
-¡Lo odio! ¡Lo odio!- Raquel crispó sus puños y estalló en lágrimas de furia y genuino rencor.
-Vos no solo modelás y pintás máscaras. También te las ponés.
-¿Qué decís?
-Ahora te pusiste la máscara del orgullo, la del rencor. La peor de las máscaras. Escondiste el rostro, mejor dicho, el corazón. Tu pobre corazón lastimado.
-No seas melodramática y cursi ¿Querés..?
-Quitate la máscara, Raquel. Quitátela antes de que sea tarde. Él volvió por vos. No volvió por fama y fortuna, que ya las consiguió con su talento y su trabajo. Volvió para devolverte con besos todas esas lágrimas que lloraste durante estos dos últimos años.
-No quiero oírte. ¡No quiero!
-Usá tu celular. Este es el número del hotel donde está parando. Mañana las nueve de la noche abordará un avión y no volverá. No volverá porque cree que ya no lo querés, porque no lo perdonaste.- Luisina le extendió una tarjetita.
-¡Esto es lo que hago con su número!- Raquel rompió la tarjetita en pedazos muy pequeños.

Y se marchó, con el rostro pálido, como la última máscara, la veneciana, que había pintado. Parte de la colección que iba a exponer a la brevedad en una galería de Buenos Aires.
 


Varias veces estiró la mano para llamar a Luisina, disculparse y pedirle el teléfono  y la dirección del hotel en que se alojaba Favio. Y su orgullo se lo impidió. Miró el reloj de péndulo que tenía en su “living” y el reloj marcaba la 11:45 de la noche.

No lo soportó más, desesperada llamó a Luisina.

-¡Soy yo, Raquel!- Comenzó a decir cuando su amiga la atendió.
-El avión se fue hace tres horas, Raquel...

Raquel cortó la comunicación y se largó a llorar como una loca.
La blanca, espectral y cruel máscara veneciana volvió a reír desde las sombras de la buhardilla.


No durmió esa noche. No pudo. Dió mil vueltas en la cama. La cama, que le pareció inmensa y fría como una tumba. Permaneció con los ojos abiertos hasta que las primeras luces del nuevo amanecer se filtraron a través del cortinado de su ventana. Entonces se levantó, calzó la bata y preparó algo de café. Lo bebió de unos tragos, quemándose el paladar. Luego de ello y en un súbito arranque subió a la buhardilla y llegó hasta los estantes, en donde yacía la colección de máscaras que pacientemente había modelado y pintado en los últimos seis meses.

Las miró como si nunca las hubiera visto. Que horribles le parecieron, que inhumanas, que burlonas y crueles. Ya través de las épocas y costumbres los seres humanos habían escondido sus rostro tras esas… cosas.

Entonces, en una arcada de asco y horror comenzó a destrozarlas, a molerlas en pedacitos, golpeándolas con su puño cerrado. A convertirlas en polvo de yeso. Y luego se quedó exhausta, sentada en el suelo, desgreñada y miserable.

-Favio…- Gimió.
El timbre de su casa comenzó a sonar. No se alteró en su abandono. Que el maldito timbre siguiera sonando.
-Favio…- Continuó gimiendo.
Y el timbre seguía sonando.

-Maldito sea… ¿Quién es? ¡¿Qué quiere?!- Gritó. Finalmente, haciendo un esfuerzo prodigioso se incorporó a duras penas, mordiéndose los labios y crispando los puños. El timbre no cesaba de sonar. Fue y abrió con violencia.
Y se quedó azorada, con los ojos azules muy abiertos, brillantes de desconcierto y sorpresa.

-Favio…- Susurró.
-Yo...- Dijo él. Y sonreía. Y había un poco de dolor en esa sonrisa. Había miedo y temor de volver a ser rechazado y de ser infeliz y de muchas otras cosas y todas ellas malas.

-El avión… Luisina dijo que…se fue...
-El avión se fue. Yo no...- Contestó él, esperanzado.

-Pero vos…vos…- Tartamudeaba ella y no encontraba el modo de expresar en palabras todo lo que sentía. Creyó que podría haberse muerto de la emoción en ese momento y no habría importado.

-Creí que no me querías. Que no me perdonabas… pero Luisina me convenció que esperara un día más. Y que viniera nuevamente a buscarte.
-Oh, Dios mío…-Raquel comenzó a sollozar.
Favio la abrazó, la besó en el cuello, la estrujó amorosamente.
-Son las últimas lágrimas que llorás por mí. Te lo juro.

Y la besó en la boca. En esa boca ávida de besos, de lejanía y de muertes del alma. En esa boca poblada de desiertos, de noches y lunas de ausencia.
-Te amo, te amo, te amo...- Gimió ella: -Te amo y no quiero volver a perderte, por favor, otra vez no…no lo resistiría sin volverme definitivamente loca…

Y él siguió cubriéndole la boca con besos y se bebió todas sus lágrimas.
De la colección de máscaras solo quedaba en el piso de la buhardilla polvo de yeso muy fino.


F I N

Nota: Este relato integra el libro "Noche de amantes" (Cuentos románticos argentinos) de Ediciones Argentinidad.

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