domingo, 25 de julio de 2010

Cuento: Fragmento de un Mundo Perdido

Encontré la estatuilla en un viejo, decrépito negocio de la calle Defensa, en la zona del Mercado de las Pulgas de San Telmo.

Puedo recordarlo como si hubiese acabado de suceder. Todos los detalles vienen a mi memoria con una claridad increíble. Y lo que sólo era un paseo dominical con mi esposa Perla, se convirtió en algo que no me atrevo a calificar.

Y lo más terrible es que deben haber otros objetos como éste diseminados por el mundo. No me cabe duda de ello. Como ahora no me cabe duda de que la especie humana es sólo una entre las incontables razas inteligentes que han poblado este planeta desde que apareció la vida en él.

Pero... ¿quién va a creer cosas que yo mismo apenas creo?

¿Quién va a creer que fuera de nuestra realidad espacio-temporal el caos cósmico gira en torbellinos arrastrando a todo aquel que ose poner un solo dedo dentro de ese torbellino?

Nadie, porque estamos demasiado seguros de este mundo material en que habitamos. Seguros que el sol se pone esta tarde y que volverá a salir mañana. Y ahora sé que llegará un momento en que no será así. Habrá un instante en que el universo comenzará a morir y se congelarán los planetas que borboritan de vida. Habrá un momento en que la oscuridad se adueñará de todo y la luz morirá.

Habrá un momento en que ciertas "cosas" que reinaron en el caos primigenio volverán a adueñarse de todo y entonces nuestra simple, miserable y minúscula humanidad será barrida de un soplo.

Yo tuve un indicio de eso. Sólo un atisbo del horror que acecha agazapado en el fondo del misterio de la vida.

Conté mi historia a los médicos, por supuesto. Me hicieron preguntas, anotaron y anotaron mis respuestas en sus cuadernillos. Sonrieron, muy comprensivos.

Y me dejaron en esta habitación de paredes acolchadas.

Sé que piensan que estoy loco. Y no puedo culparlos. A mí también me gustaría estar loco. Porque entonces todo lo que voy a narrarles sería sólo el fruto de mi mente extraviada.

Acuclillado en un rincón, acariciando la estatuilla que me han permitido conservar, no hago más que pensar en estas cosas...







- ¿Cuánto quiere por ella?

El viejo me miró por encima de sus lentes. Tenía barba de varios días y sus ojillos pequeños iban y venía sobre mi persona, como los de un pequeño animalejo astuto e inteligente.

Ahora pienso que el viejo sabía.

- Pero Octavio... ¿Cómo vas a comprar eso... esa... porquería...? -La voz de Perla susurró en mi oído izquierdo con un matiz de fastidio. Nos habíamos introducido en aquel vetusto local atestado de cosas aún más vetustas aún... Viejas porcelanas chinas, mesas y sillas talladas minuciosamente, alfombras, vajillas de té, y hasta me parecía que en el aire flotaba un vaho rancio y denso. El vaho del pasado.

- Sólo diez dólares... -murmuró el viejo restregándose las manos.

Examiné la estatuilla. Era hermosa; al menos yo la encontraba hermosa. Representaba una doncella desnuda de pechos enhiestos, opulentos y desafiantes. Pero en torno de ella tenía enroscado una especie de animal. No era en absoluto una serpiente, se parecía quizás vagamente a un cefalópodo pero tampoco era eso. Verdaderamente la imaginación de quien la talló debió de ser exuberante. La acaricié. La doncella tallada parecía sonreírme. Dejé que mis dedos se deslizaran por su largo y ondeado cabello. La estatuilla parecía labrada en marfil pero tampoco estaba seguro de eso.

- ¿De dónde salió esto? -pregunté.

Una luz intranquila bailoteó en los ojillos de hurón del viejo.

- ¿Piensa comprarla o no? -preguntó con un tono que no dudé en calificar de impertinente.

Perla, a mi lado, me miraba desasosegada.

- Vámonos, querido...

- Está bien. Aquí tiene su dinero... -le dije, abriendo mi billetera.

El viejo recogió los dólares con inocultable codicia. Ahora que lo pienso, había como una sensación de alivio en su cara, como si se librara de algo muy molesto.

Tomé la estatuilla y nos fuimos...







Coloqué la estatuilla en una de las repisas del modular y me quedé un rato embelesado, admirándola. De la cocina llegaba el aroma del café que mi esposa estaba preparando.

- Te saliste con la tuya, nomás... -comentó Perla mientras depositaba la bandeja con las humeantes tazas de café y una cesta de bollos de manzana que sus hábiles manos habían cocinado.

Me senté frente a ella. Tenía hambre y frío. Vivíamos en la avenida Independencia, muy cerca de donde habíamos adquirido la estatuilla y la caminata me había abierto el apetito. Por la ventana fisgoneé que la tarde agonizaba.

- Vamos... no vas a decirme que no te gusta... -bromeé indicando la estatuilla.

- Lo admito, es bella... pero hay algo en ella que me resulta... repulsivo... - dijo Perla bebiendo un sorbo de café.

- Hmmm... si fuera repulsivo no permitirías que la colocara bien a la vista.

- Es que... es bella... realmente es bella... Sólo que la cosa, el bicho ése, que está enroscado en torno a la figura humana es... -Perla hizo un gesto como quien no desea seguir hablando de algo que considera fútil y molesto.

Disfrutamos de la merienda en silencio.

- Estoy cansada, amor... me voy a la cama. Si querés más tarde la cena, hay uno bocadillos en la heladera... -murmuró Perla. Me dio un beso y se fue al dormitorio.

Yo me quedé mirando la estatuilla.

La doncella atrapada por la extraña criatura tentacular no parecía sonreírme.

La examiné con atención.

Claro, debía ser un efecto del cansancio que yo también tenía.

La doncella labrada parecía tener los ojos muy, muy abiertos. Como dilatados por el espanto.

No cené. Me fui a la cama temprano, junto al tibio cuerpo de Perla que ya dormía a pierna suelta.

Esa noche comenzaron las pesadillas...







- Tenés cara de haber dormido mal, amor... -me dijo Perla la siguiente mañana cuando me senté a desayunar.

- Debo confesarte que pasé mala noche... Realmente tuvo unos sueños espantosos... -murmuró bebiendo el café que se me antojó un negro y repugnante brebaje.

- Vos no estás bien, Octavio... -Perla me tocó la frente. Mi frente ardía, todo yo parecía arder y comenzaba a tener chuchos de frío.

- Sí... tenés razón... debo estar incubando algo... Una gripe... no sé... -murmuré, apartando la taza de café.

- Voy a avisar a la oficina y luego pido médico. Hoy no te vas a trabajar...

Quise levantarme y por poco me caigo. Mis piernas flaqueaban y me sentía débil como un anciano.

- Estás mal... Vení... te ayudo hasta la cama... -Tuve que apoyarme en ella para llegar hasta el lecho conyugal.

Perla me cubrió con la frazada y luego llamó a la oficina y al médico.

Después se sentó en el borde de la cama. Yo tenía la garganta reseca y sentía mi cuerpo estremecerse con estiletazos de frío.

"Gripe virósica" dictaminó el médico de la obra social. Tenía para varios días de cama.







La segunda noche soñé con un mar desconocido. Era un mar que no estaba en este mundo, no me pregunten cómo, pero yo sabía que era así. Era un mar de aguas negras que golpeaba contra una escollera de rocas marfileñas.

Rocas que eran el mismo tipo de piedra con que la estatuilla había sido cincelada. Tampoco me pregunten cómo pude saber esto, simplemente lo sabía.

Yo tenía miedo. Un miedo paralizante. Algo surgiría de ese mar oscuro que yo no me atrevía a ver.

Cuando las aguas comenzaron a agitarse en ebullición frente a donde yo estaba (en el sueño, claro), grité y me desperté...





La segunda noche soñé con la muchacha representada en la estatuilla que parecía marfil pero no lo era, porque ahora sabía (y tampoco me pregunten cómo) que la talladura no había sido ejecutada en este mundo.

La muchacha estaba desnuda, tenía cabellos rojos como el fuego y muy largos, su cabellera semejaba llamaradas que parecía arder sobre sus hombros desnudos. Su pecho opulento subía y bajaba en frenética respiración y sus ojos estaban dilatados por el terror.

La habían atado a una roca (no sabía quiénes) y la dejaron mirando el mar.

Ella estaba en mis sueños y yo estaba dentro de su realidad. Todavía no sabía cómo eso había ocurrido, pero no iba a tardar en descubrirlo.

- Sálvame... -gimió la doncella y me lo dijo en un idioma que yo jamás había oído pero que comprendía perfectamente.

- Yo... no puedo... -gemí.

- Sálvame... Esto no es morir... es mucho peor... Es ser... ser parte de ELLOS... lo sabes... Sálvame... -gemía.

Di un paso hacia ella. También estaba desnudo y lleno de pavor. No quería que muriera. Pero el horror me impedía decidirme.

- Por favor... ya está viniendo... -sollozaba ella.

Di otro paso, ni siquiera tenía un cuchillo para cortar sus ligaduras, pero busqué un trozo de filosa roca con qué hacerlo.

Entonces las aguas se agitaron y el mar entró en ebullición.

Y ella gritó porque veía algo que yo todavía no veía.

Su grito me hizo volver la cabeza hacia el mar...

Allí, entre trombas de espuma blanquecina algo estaba surgiendo...

Algo que estaba prohibido mirar. Algo que sólo podían ver los condenados, como la muchacha.

Corrí y me oculté entre las rocas mientras ella seguía gritando y trataba inútilmente de liberarse.

Y miré lo que estaba prohibido. Miré lo que surgía mientras la muchacha era arrastrada al mar.

Y entonces me desperté, gimiendo como un chico y bañado en sudor.







Durante el día la fiebre bajaba pero por las noches yo quedaba atrapado en la ardiente telaraña que hacía sudar mis poros. La fiebre llegaba con el sueño y el médico se mostraba muy perplejo. Perla estaba cada día más preocupada.

- ¿Quién es Arioch? -me preguntó.

- ¿De qué hablas...? -le dije mientras sorbía un poco de té con desgano, acostado en la cama.

- Anoche hablabas en sueños, llorabas y gemías como un chico... Hablabas de ciudades perdidas y gente con mucho miedo. Parecías formar parte de esa gente. Claro... era sólo una pesadilla causada por la fiebre...

- ¿Arioch? -pregunté. No recordaba conscientemente el nombre. Pero al repetirlo un vago escalofrío me recorría el cuerpo.

Hacía cerca de una semana que guardaba cama y no iba a trabajar. Me sentía débil y cuando iba al baño, al mirarme en el espejo descubría un rostro que no conocía. Era mi rostro, pero parecía que algo estaba cambiando en él. Como si algo empujara los huesos de mi cara hacia afuera, ávido de mostrarse.

- Hay una cosa que quiero decirte... -murmuró Perla.

Traté de prestarle toda la atención posible.

- Bueno... no es que sea supersticiosa... No lo soy en absoluto, me conocés bien... pero... tu dolencia, esta extraña fiebre que padecés por las noches comenzaron desde el día que compraste esa estatuilla a aquel viejo...

Emití un suspiro.

- Tonterías... simple casualidad... -murmuré.

- Tal vez, Octavio. Y tal vez no. Había algo en ella que me repelió... Te lo dije desde el primer momento...

- ¿Qué hiciste con ella? -pregunté, receloso.

Perla desvió la mirada.

- Ayer iba a tirarla. A fingir que se me rompió. A decir verdad la arrojé al piso. Pero es una piedra muy dura...

- No... no debiste hacer eso... -Yo descubría lo alarmado que estaba ante sus palabras.

- Hoy intenté arrojarla a la bolsa de la basura... y no pude... Cuando... cuando intentaba sólo rozarla... algo... no sé explicar qué, me hacía retroceder...

Perla me miraba con expresión asustada. Ahora yo me daba cuenta de lo asustada que estaba.

- Debemos tirarla. Debemos arrojar esa... cosa fuera de nuestra casa. Es maligna, Octavio. Quizás sea parte de un culto satánico o que sé yo... pero no quiero que permanezca más en esta casa...

Apenas terminé de escucharla, me levanté. Me sentía débil pero una desconocida ansiedad me daba fuerzas.

- ¿A dónde vas...? -preguntó, siguiéndome por el pasillo hacia el comedor.

Llegué hasta el modular, estiré la mano hacia la repisa y tomé la estatuilla.

- No te atrevas... no te atrevas a tocarla... -le dije.

Y se lo dije con odio.







Desde ese momento la estatuilla permaneció sobre mi mesita de noche, al alcance de mi mano. Y las pesadillas se hicieron más vívidas...







Los hombrecillos de piel azul trajeron a otra muchacha. Ésta era aún más bonita que la otra que yo había visto. Sólo que tenía el cabello rubio y la piel blanca como el alabastro. No era de la raza de los hombrecillos de piel azul, ni siquiera me contestaron cuando les pregunté de dónde traían a tales doncellas.

La ataron, como a la otra, en la afilada roca frente al mar y ella, como la otra, gemía y sollozaba.

Ella, como la otra, también gritó y gritó cuando aquella montaña escamosa emergió del mar y se la llevó. Y yo quise gritar y no salieron gritos de mi boca.

Me despertó el zamarreo de las manos de mi esposa.

- Por favor, Octavio... Hay que terminar con esto... Tenés que internarte... -murmuraba Perla y yo sabía que tarde o temprano llamaría a la fuerza pública y me llevarían.

Por eso, aprovechando un rato de ausencia de ella (había ido al cercano supermercado, de compras) me fui de casa.

Llevaba, bajo mi sobretodo, la estatuilla tallada en algo que parecía marfil pero no lo era...







Me moví como se mueven los vagabundos. Me oculté de la luz como lo hacen las cucarachas. Busqué la compañía de las tinieblas y no me importó que las ratas pasaran en tropel sobre mí. Para ese entonces estaba flaco y macilento, no me higienizaba y estaba comido por los piojos. Apenas me alimentaba con restos de comida que encontraba en los potes de desperdicio.

Pero nada me importaba con tal de tener la estatuilla conmigo. Con tal de poder sumergirme por las noches enfebrecidas en aquel otro mundo que yo, sabía, era tan real como éste.







Me atraparon casi cinco días después. Un patrullero que hacía la ronda debió de escuchar mis gemidos. Bajaron del automóvil y me encontraron en aquel sucio callejón. Se apiadaron de mí y me trajeron a un hospital.

Allí me encontró Perla que había (lógicamente) denunciado mi desaparición.

Me quitaron la estatuilla, me alimentaron con suero y poco a poco fui recuperando peso y ganas de vivir.

Perla me dijo, en una de sus visitas, que el viejo de la calle Defensa había desaparecido y que nadie sabía dónde ubicarlo. El negocio estaba cerrado.

No sé quien era ese viejo, pero lo sospecho.

Era uno de los hechiceros (supongo que así debo llamarlo) de la raza de los hombres azules.

Me debieron estar buscando a través del tiempo y el espacio, hasta que me hallaron. Querían hacerme retornar a ese mundo en que habitaban. Lo estaban consiguiendo poco a poco. A través de los delirios y la fiebre. A través de las pesadillas que cada vez ganaban más terreno dentro de mi espíritu.

Y usaron como cebo la estatuilla.

El viejo sabía que yo la reconocería. No conscientemente, por supuesto. Sino a otro nivel de conciencia, de recuerdos.

Sabía que reconocería la estatuilla que yo mismo cincelé a orillas de aquel mar oscuro.

Después de haber visto a uno de sus amos, a uno de sus dioses. A uno de los que vivían en las tinieblas marinas y que de tanto en tanto, exigían la carne de una núbil doncella.

Después de haber visto a Arioch.



Les conté todo a los médicos. Les hablé de ese mundo perdido que aún seguía existiendo en este mismo lugar pero en otra dimensión espacio-temporal. Les advertí que si algún día ellos lograban franquear la barrera que separaba a nuestro mundo del suyo, nuestras ciudades se desplomarían como castillos de naipes. Que nuestras armas, capaces de borrar la civilización humana, no los matarían. Al contrario, los fortificarían, pues ellos se alimentaban de materia fisionable...

Lloré, supliqué, pidiéndoles que se comunicaran con las autoridades de otros países tecnológicamente más adelantados que el nuestro para que detuvieran ciertos experimentos que se estaban efectuando sobre la antimateria y los universos paralelos.

Los médicos sonrieron, tomaron notas y me volvieron a recluir en mi celda.

Las visitas de Perla comenzaron a espaciarse. Ahora sólo viene cada mes. Ella cree que estoy loco y con gusto me gustaría pensar eso mismo. Sería más fácil y comprensible para todos, incluyéndome a mí mismo.

Cuando comencé a gritar y darme la cabeza pidiendo que me restituyeran la estatuilla me enviaron a esta habitación de paredes acolchadas. Luego me negué a comer y los médicos optaron por hacerme llegar la estatuilla, pensando sin duda que eso restablecería algo de mi equilibrio psíquico y en parte, así fue.

Me tranquilicé, volví a comer (aunque poco) y por las noches, acariciando la estatuilla me sumía en sueños enfebrecidos.

Volvía a ese otro mundo perdido, me convertía en un habitante de esa tierra paralela, superpuesta a la nuestra, a ese universo que cohabitaba con el nuestro.

He hablado con los hombrecillos azules en un idioma que nunca escuché pero que entiendo perfectamente.

Ahora sé que la estatuilla que mis manos cincelaron es un nexo, un puente con ese otro mundo en que me muevo por las noches.

Y he visto al viejo, ya sin su disfraz de anticuario de la calle Defensa. He visto su piel de color azul que se vio obligado a disimular para habitar en nuestro universo.

Pero eso no es lo peor de todo.

Lo peor de todo es que los hombrecillos azules quieren que los ayude. Dicen que debo ser un gran mago, un gran hechicero si es que siendo humano como soy, he logrado pasar a través de las dimensiones...

Dicen que me darán las doncellas que quiera, pero no me aclaran de dónde lo consiguen.

Dicen que me darán joyas y gemas refulgentes, como nunca vi. Cualquier cosa que yo pida de su mundo me será otorgada.

Ellos no saben que ni siquiera yo sé cómo penetré en su mundo. ¿Cómo labré la estatuilla "antes" y luego la encontré en el negocio del viejo? ¿Cómo puedo explicar que la curva del tiempo, qué paradoja de leyes cósmicas que ni siquiera oso vislumbrar, me atrapó?

Por supuesto que nunca lo sabré.

Hay respuestas que más vale no conocer.

Los hombrecillos azules son implacables, porque me he negado a hacer lo que piden.

Me han azotado y torturado pero se cuidan de darme muerte. Sufriré mil agonías hasta que mi voluntad ceda a sus demandas.

Quieren que ensanche las puertas espacio-temporales de su mundo al nuestro. Para así ellos y sus amos o sus dioses puedan invadir éste.

No me creen cuando les digo que no sabría cómo hacerlo.

Pero sí deberían creerme cuando les grito que, de saberlo, jamás lo haría.

Arioch no debe ser visto jamás por ningún mortal de esta tierra. Y los otros como él, que sin duda pueblan el fondo del océano de aguas oscuras.

Prefiero morir...

Aunque los hombrecillos azules son salvajemente refinados en sus torturas y su crueldad y la carne tiene un límite para resistir...

Dios mío, Dios de todos los hombres. Dios de este mundo y de muchos otros que no conozco pero que seguro no son del mundo de Arioch y los hombrecillos azules... por el bien de la querida, desdichada y miserable humanidad...

Sálvame o concédeme ya mismo morir.







FIN

(c) Armando S. Fernández

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