domingo, 25 de julio de 2010

Cuento: Fragmento de un Mundo Perdido

Encontré la estatuilla en un viejo, decrépito negocio de la calle Defensa, en la zona del Mercado de las Pulgas de San Telmo.

Puedo recordarlo como si hubiese acabado de suceder. Todos los detalles vienen a mi memoria con una claridad increíble. Y lo que sólo era un paseo dominical con mi esposa Perla, se convirtió en algo que no me atrevo a calificar.

Y lo más terrible es que deben haber otros objetos como éste diseminados por el mundo. No me cabe duda de ello. Como ahora no me cabe duda de que la especie humana es sólo una entre las incontables razas inteligentes que han poblado este planeta desde que apareció la vida en él.

Pero... ¿quién va a creer cosas que yo mismo apenas creo?

¿Quién va a creer que fuera de nuestra realidad espacio-temporal el caos cósmico gira en torbellinos arrastrando a todo aquel que ose poner un solo dedo dentro de ese torbellino?

Nadie, porque estamos demasiado seguros de este mundo material en que habitamos. Seguros que el sol se pone esta tarde y que volverá a salir mañana. Y ahora sé que llegará un momento en que no será así. Habrá un instante en que el universo comenzará a morir y se congelarán los planetas que borboritan de vida. Habrá un momento en que la oscuridad se adueñará de todo y la luz morirá.

Habrá un momento en que ciertas "cosas" que reinaron en el caos primigenio volverán a adueñarse de todo y entonces nuestra simple, miserable y minúscula humanidad será barrida de un soplo.

Yo tuve un indicio de eso. Sólo un atisbo del horror que acecha agazapado en el fondo del misterio de la vida.

Conté mi historia a los médicos, por supuesto. Me hicieron preguntas, anotaron y anotaron mis respuestas en sus cuadernillos. Sonrieron, muy comprensivos.

Y me dejaron en esta habitación de paredes acolchadas.

Sé que piensan que estoy loco. Y no puedo culparlos. A mí también me gustaría estar loco. Porque entonces todo lo que voy a narrarles sería sólo el fruto de mi mente extraviada.

Acuclillado en un rincón, acariciando la estatuilla que me han permitido conservar, no hago más que pensar en estas cosas...







- ¿Cuánto quiere por ella?

El viejo me miró por encima de sus lentes. Tenía barba de varios días y sus ojillos pequeños iban y venía sobre mi persona, como los de un pequeño animalejo astuto e inteligente.

Ahora pienso que el viejo sabía.

- Pero Octavio... ¿Cómo vas a comprar eso... esa... porquería...? -La voz de Perla susurró en mi oído izquierdo con un matiz de fastidio. Nos habíamos introducido en aquel vetusto local atestado de cosas aún más vetustas aún... Viejas porcelanas chinas, mesas y sillas talladas minuciosamente, alfombras, vajillas de té, y hasta me parecía que en el aire flotaba un vaho rancio y denso. El vaho del pasado.

- Sólo diez dólares... -murmuró el viejo restregándose las manos.

Examiné la estatuilla. Era hermosa; al menos yo la encontraba hermosa. Representaba una doncella desnuda de pechos enhiestos, opulentos y desafiantes. Pero en torno de ella tenía enroscado una especie de animal. No era en absoluto una serpiente, se parecía quizás vagamente a un cefalópodo pero tampoco era eso. Verdaderamente la imaginación de quien la talló debió de ser exuberante. La acaricié. La doncella tallada parecía sonreírme. Dejé que mis dedos se deslizaran por su largo y ondeado cabello. La estatuilla parecía labrada en marfil pero tampoco estaba seguro de eso.

- ¿De dónde salió esto? -pregunté.

Una luz intranquila bailoteó en los ojillos de hurón del viejo.

- ¿Piensa comprarla o no? -preguntó con un tono que no dudé en calificar de impertinente.

Perla, a mi lado, me miraba desasosegada.

- Vámonos, querido...

- Está bien. Aquí tiene su dinero... -le dije, abriendo mi billetera.

El viejo recogió los dólares con inocultable codicia. Ahora que lo pienso, había como una sensación de alivio en su cara, como si se librara de algo muy molesto.

Tomé la estatuilla y nos fuimos...







Coloqué la estatuilla en una de las repisas del modular y me quedé un rato embelesado, admirándola. De la cocina llegaba el aroma del café que mi esposa estaba preparando.

- Te saliste con la tuya, nomás... -comentó Perla mientras depositaba la bandeja con las humeantes tazas de café y una cesta de bollos de manzana que sus hábiles manos habían cocinado.

Me senté frente a ella. Tenía hambre y frío. Vivíamos en la avenida Independencia, muy cerca de donde habíamos adquirido la estatuilla y la caminata me había abierto el apetito. Por la ventana fisgoneé que la tarde agonizaba.

- Vamos... no vas a decirme que no te gusta... -bromeé indicando la estatuilla.

- Lo admito, es bella... pero hay algo en ella que me resulta... repulsivo... - dijo Perla bebiendo un sorbo de café.

- Hmmm... si fuera repulsivo no permitirías que la colocara bien a la vista.

- Es que... es bella... realmente es bella... Sólo que la cosa, el bicho ése, que está enroscado en torno a la figura humana es... -Perla hizo un gesto como quien no desea seguir hablando de algo que considera fútil y molesto.

Disfrutamos de la merienda en silencio.

- Estoy cansada, amor... me voy a la cama. Si querés más tarde la cena, hay uno bocadillos en la heladera... -murmuró Perla. Me dio un beso y se fue al dormitorio.

Yo me quedé mirando la estatuilla.

La doncella atrapada por la extraña criatura tentacular no parecía sonreírme.

La examiné con atención.

Claro, debía ser un efecto del cansancio que yo también tenía.

La doncella labrada parecía tener los ojos muy, muy abiertos. Como dilatados por el espanto.

No cené. Me fui a la cama temprano, junto al tibio cuerpo de Perla que ya dormía a pierna suelta.

Esa noche comenzaron las pesadillas...







- Tenés cara de haber dormido mal, amor... -me dijo Perla la siguiente mañana cuando me senté a desayunar.

- Debo confesarte que pasé mala noche... Realmente tuvo unos sueños espantosos... -murmuró bebiendo el café que se me antojó un negro y repugnante brebaje.

- Vos no estás bien, Octavio... -Perla me tocó la frente. Mi frente ardía, todo yo parecía arder y comenzaba a tener chuchos de frío.

- Sí... tenés razón... debo estar incubando algo... Una gripe... no sé... -murmuré, apartando la taza de café.

- Voy a avisar a la oficina y luego pido médico. Hoy no te vas a trabajar...

Quise levantarme y por poco me caigo. Mis piernas flaqueaban y me sentía débil como un anciano.

- Estás mal... Vení... te ayudo hasta la cama... -Tuve que apoyarme en ella para llegar hasta el lecho conyugal.

Perla me cubrió con la frazada y luego llamó a la oficina y al médico.

Después se sentó en el borde de la cama. Yo tenía la garganta reseca y sentía mi cuerpo estremecerse con estiletazos de frío.

"Gripe virósica" dictaminó el médico de la obra social. Tenía para varios días de cama.







La segunda noche soñé con un mar desconocido. Era un mar que no estaba en este mundo, no me pregunten cómo, pero yo sabía que era así. Era un mar de aguas negras que golpeaba contra una escollera de rocas marfileñas.

Rocas que eran el mismo tipo de piedra con que la estatuilla había sido cincelada. Tampoco me pregunten cómo pude saber esto, simplemente lo sabía.

Yo tenía miedo. Un miedo paralizante. Algo surgiría de ese mar oscuro que yo no me atrevía a ver.

Cuando las aguas comenzaron a agitarse en ebullición frente a donde yo estaba (en el sueño, claro), grité y me desperté...





La segunda noche soñé con la muchacha representada en la estatuilla que parecía marfil pero no lo era, porque ahora sabía (y tampoco me pregunten cómo) que la talladura no había sido ejecutada en este mundo.

La muchacha estaba desnuda, tenía cabellos rojos como el fuego y muy largos, su cabellera semejaba llamaradas que parecía arder sobre sus hombros desnudos. Su pecho opulento subía y bajaba en frenética respiración y sus ojos estaban dilatados por el terror.

La habían atado a una roca (no sabía quiénes) y la dejaron mirando el mar.

Ella estaba en mis sueños y yo estaba dentro de su realidad. Todavía no sabía cómo eso había ocurrido, pero no iba a tardar en descubrirlo.

- Sálvame... -gimió la doncella y me lo dijo en un idioma que yo jamás había oído pero que comprendía perfectamente.

- Yo... no puedo... -gemí.

- Sálvame... Esto no es morir... es mucho peor... Es ser... ser parte de ELLOS... lo sabes... Sálvame... -gemía.

Di un paso hacia ella. También estaba desnudo y lleno de pavor. No quería que muriera. Pero el horror me impedía decidirme.

- Por favor... ya está viniendo... -sollozaba ella.

Di otro paso, ni siquiera tenía un cuchillo para cortar sus ligaduras, pero busqué un trozo de filosa roca con qué hacerlo.

Entonces las aguas se agitaron y el mar entró en ebullición.

Y ella gritó porque veía algo que yo todavía no veía.

Su grito me hizo volver la cabeza hacia el mar...

Allí, entre trombas de espuma blanquecina algo estaba surgiendo...

Algo que estaba prohibido mirar. Algo que sólo podían ver los condenados, como la muchacha.

Corrí y me oculté entre las rocas mientras ella seguía gritando y trataba inútilmente de liberarse.

Y miré lo que estaba prohibido. Miré lo que surgía mientras la muchacha era arrastrada al mar.

Y entonces me desperté, gimiendo como un chico y bañado en sudor.







Durante el día la fiebre bajaba pero por las noches yo quedaba atrapado en la ardiente telaraña que hacía sudar mis poros. La fiebre llegaba con el sueño y el médico se mostraba muy perplejo. Perla estaba cada día más preocupada.

- ¿Quién es Arioch? -me preguntó.

- ¿De qué hablas...? -le dije mientras sorbía un poco de té con desgano, acostado en la cama.

- Anoche hablabas en sueños, llorabas y gemías como un chico... Hablabas de ciudades perdidas y gente con mucho miedo. Parecías formar parte de esa gente. Claro... era sólo una pesadilla causada por la fiebre...

- ¿Arioch? -pregunté. No recordaba conscientemente el nombre. Pero al repetirlo un vago escalofrío me recorría el cuerpo.

Hacía cerca de una semana que guardaba cama y no iba a trabajar. Me sentía débil y cuando iba al baño, al mirarme en el espejo descubría un rostro que no conocía. Era mi rostro, pero parecía que algo estaba cambiando en él. Como si algo empujara los huesos de mi cara hacia afuera, ávido de mostrarse.

- Hay una cosa que quiero decirte... -murmuró Perla.

Traté de prestarle toda la atención posible.

- Bueno... no es que sea supersticiosa... No lo soy en absoluto, me conocés bien... pero... tu dolencia, esta extraña fiebre que padecés por las noches comenzaron desde el día que compraste esa estatuilla a aquel viejo...

Emití un suspiro.

- Tonterías... simple casualidad... -murmuré.

- Tal vez, Octavio. Y tal vez no. Había algo en ella que me repelió... Te lo dije desde el primer momento...

- ¿Qué hiciste con ella? -pregunté, receloso.

Perla desvió la mirada.

- Ayer iba a tirarla. A fingir que se me rompió. A decir verdad la arrojé al piso. Pero es una piedra muy dura...

- No... no debiste hacer eso... -Yo descubría lo alarmado que estaba ante sus palabras.

- Hoy intenté arrojarla a la bolsa de la basura... y no pude... Cuando... cuando intentaba sólo rozarla... algo... no sé explicar qué, me hacía retroceder...

Perla me miraba con expresión asustada. Ahora yo me daba cuenta de lo asustada que estaba.

- Debemos tirarla. Debemos arrojar esa... cosa fuera de nuestra casa. Es maligna, Octavio. Quizás sea parte de un culto satánico o que sé yo... pero no quiero que permanezca más en esta casa...

Apenas terminé de escucharla, me levanté. Me sentía débil pero una desconocida ansiedad me daba fuerzas.

- ¿A dónde vas...? -preguntó, siguiéndome por el pasillo hacia el comedor.

Llegué hasta el modular, estiré la mano hacia la repisa y tomé la estatuilla.

- No te atrevas... no te atrevas a tocarla... -le dije.

Y se lo dije con odio.







Desde ese momento la estatuilla permaneció sobre mi mesita de noche, al alcance de mi mano. Y las pesadillas se hicieron más vívidas...







Los hombrecillos de piel azul trajeron a otra muchacha. Ésta era aún más bonita que la otra que yo había visto. Sólo que tenía el cabello rubio y la piel blanca como el alabastro. No era de la raza de los hombrecillos de piel azul, ni siquiera me contestaron cuando les pregunté de dónde traían a tales doncellas.

La ataron, como a la otra, en la afilada roca frente al mar y ella, como la otra, gemía y sollozaba.

Ella, como la otra, también gritó y gritó cuando aquella montaña escamosa emergió del mar y se la llevó. Y yo quise gritar y no salieron gritos de mi boca.

Me despertó el zamarreo de las manos de mi esposa.

- Por favor, Octavio... Hay que terminar con esto... Tenés que internarte... -murmuraba Perla y yo sabía que tarde o temprano llamaría a la fuerza pública y me llevarían.

Por eso, aprovechando un rato de ausencia de ella (había ido al cercano supermercado, de compras) me fui de casa.

Llevaba, bajo mi sobretodo, la estatuilla tallada en algo que parecía marfil pero no lo era...







Me moví como se mueven los vagabundos. Me oculté de la luz como lo hacen las cucarachas. Busqué la compañía de las tinieblas y no me importó que las ratas pasaran en tropel sobre mí. Para ese entonces estaba flaco y macilento, no me higienizaba y estaba comido por los piojos. Apenas me alimentaba con restos de comida que encontraba en los potes de desperdicio.

Pero nada me importaba con tal de tener la estatuilla conmigo. Con tal de poder sumergirme por las noches enfebrecidas en aquel otro mundo que yo, sabía, era tan real como éste.







Me atraparon casi cinco días después. Un patrullero que hacía la ronda debió de escuchar mis gemidos. Bajaron del automóvil y me encontraron en aquel sucio callejón. Se apiadaron de mí y me trajeron a un hospital.

Allí me encontró Perla que había (lógicamente) denunciado mi desaparición.

Me quitaron la estatuilla, me alimentaron con suero y poco a poco fui recuperando peso y ganas de vivir.

Perla me dijo, en una de sus visitas, que el viejo de la calle Defensa había desaparecido y que nadie sabía dónde ubicarlo. El negocio estaba cerrado.

No sé quien era ese viejo, pero lo sospecho.

Era uno de los hechiceros (supongo que así debo llamarlo) de la raza de los hombres azules.

Me debieron estar buscando a través del tiempo y el espacio, hasta que me hallaron. Querían hacerme retornar a ese mundo en que habitaban. Lo estaban consiguiendo poco a poco. A través de los delirios y la fiebre. A través de las pesadillas que cada vez ganaban más terreno dentro de mi espíritu.

Y usaron como cebo la estatuilla.

El viejo sabía que yo la reconocería. No conscientemente, por supuesto. Sino a otro nivel de conciencia, de recuerdos.

Sabía que reconocería la estatuilla que yo mismo cincelé a orillas de aquel mar oscuro.

Después de haber visto a uno de sus amos, a uno de sus dioses. A uno de los que vivían en las tinieblas marinas y que de tanto en tanto, exigían la carne de una núbil doncella.

Después de haber visto a Arioch.



Les conté todo a los médicos. Les hablé de ese mundo perdido que aún seguía existiendo en este mismo lugar pero en otra dimensión espacio-temporal. Les advertí que si algún día ellos lograban franquear la barrera que separaba a nuestro mundo del suyo, nuestras ciudades se desplomarían como castillos de naipes. Que nuestras armas, capaces de borrar la civilización humana, no los matarían. Al contrario, los fortificarían, pues ellos se alimentaban de materia fisionable...

Lloré, supliqué, pidiéndoles que se comunicaran con las autoridades de otros países tecnológicamente más adelantados que el nuestro para que detuvieran ciertos experimentos que se estaban efectuando sobre la antimateria y los universos paralelos.

Los médicos sonrieron, tomaron notas y me volvieron a recluir en mi celda.

Las visitas de Perla comenzaron a espaciarse. Ahora sólo viene cada mes. Ella cree que estoy loco y con gusto me gustaría pensar eso mismo. Sería más fácil y comprensible para todos, incluyéndome a mí mismo.

Cuando comencé a gritar y darme la cabeza pidiendo que me restituyeran la estatuilla me enviaron a esta habitación de paredes acolchadas. Luego me negué a comer y los médicos optaron por hacerme llegar la estatuilla, pensando sin duda que eso restablecería algo de mi equilibrio psíquico y en parte, así fue.

Me tranquilicé, volví a comer (aunque poco) y por las noches, acariciando la estatuilla me sumía en sueños enfebrecidos.

Volvía a ese otro mundo perdido, me convertía en un habitante de esa tierra paralela, superpuesta a la nuestra, a ese universo que cohabitaba con el nuestro.

He hablado con los hombrecillos azules en un idioma que nunca escuché pero que entiendo perfectamente.

Ahora sé que la estatuilla que mis manos cincelaron es un nexo, un puente con ese otro mundo en que me muevo por las noches.

Y he visto al viejo, ya sin su disfraz de anticuario de la calle Defensa. He visto su piel de color azul que se vio obligado a disimular para habitar en nuestro universo.

Pero eso no es lo peor de todo.

Lo peor de todo es que los hombrecillos azules quieren que los ayude. Dicen que debo ser un gran mago, un gran hechicero si es que siendo humano como soy, he logrado pasar a través de las dimensiones...

Dicen que me darán las doncellas que quiera, pero no me aclaran de dónde lo consiguen.

Dicen que me darán joyas y gemas refulgentes, como nunca vi. Cualquier cosa que yo pida de su mundo me será otorgada.

Ellos no saben que ni siquiera yo sé cómo penetré en su mundo. ¿Cómo labré la estatuilla "antes" y luego la encontré en el negocio del viejo? ¿Cómo puedo explicar que la curva del tiempo, qué paradoja de leyes cósmicas que ni siquiera oso vislumbrar, me atrapó?

Por supuesto que nunca lo sabré.

Hay respuestas que más vale no conocer.

Los hombrecillos azules son implacables, porque me he negado a hacer lo que piden.

Me han azotado y torturado pero se cuidan de darme muerte. Sufriré mil agonías hasta que mi voluntad ceda a sus demandas.

Quieren que ensanche las puertas espacio-temporales de su mundo al nuestro. Para así ellos y sus amos o sus dioses puedan invadir éste.

No me creen cuando les digo que no sabría cómo hacerlo.

Pero sí deberían creerme cuando les grito que, de saberlo, jamás lo haría.

Arioch no debe ser visto jamás por ningún mortal de esta tierra. Y los otros como él, que sin duda pueblan el fondo del océano de aguas oscuras.

Prefiero morir...

Aunque los hombrecillos azules son salvajemente refinados en sus torturas y su crueldad y la carne tiene un límite para resistir...

Dios mío, Dios de todos los hombres. Dios de este mundo y de muchos otros que no conozco pero que seguro no son del mundo de Arioch y los hombrecillos azules... por el bien de la querida, desdichada y miserable humanidad...

Sálvame o concédeme ya mismo morir.







FIN

(c) Armando S. Fernández

miércoles, 21 de julio de 2010

Revista Soldados: Nota sobre la Exposición "Sentir la Patria, la historia en historieta"

domingo, 11 de julio de 2010

Cuento "El horroroso perro gris"

Gonzalo Iríbar chupó el pico de la botella y su lengua paladeó la última copa de aquel whisky que hedía a alcohol de quemar. Luego, con un bufido arrojó la botella contra la pared y el envase estalló en mil pedazos.


Eructó sonoramente y se tendió en la cama con ojos vidriosos y el cuerpo bañado en transpiración. Su cerebro era una gelatina que se agitaba dentro de las paredes de su cráneo.

La habitación daba vueltas. Aquella noche había bebido hasta no poder más. La cama donde estaba parecía el resto de un naufragio a merced de las olas, por lo que se movía.

En realidad la cama no se movía pero la realidad era lo menos real para la mente del hombretón barbado, de ropas raídas y hedor nauseabundo -¿cuándo había sido la última vez que se había bañado?- que yacía en esa cama a merced del oleaje del licor y la irrealidad.

Primero aparecieron las cucarachas, no reales -que sí las había y por doquier- dentro del viejo departamento de la calle Pozos, sino las de sus pesadillas.

Gonzalo iniciaba otro de sus viajes a través del "delirium tremens"...

Las cucarachas eran enormes, peludas, destilaban una baba blanquecina y tenían largas y finas antenas que parecían orientarse hacia él. Descendían de las paredes, surgiendo de un agujero en el techo que acaba de abrirse desde otra dimensión.

Desde la dimensión de la locura. Desde el mar de la sinrazón, plagado de tinieblas y cosas innombrables...

-No... no... -gimió Gonzalo y se acurrucó en la cama. Los ojos desorbitados, las manos como garras, temblando epilépticamente.

Las enormes cucarachas frotaban sus antenas y parecían decirse cosas entre ellas. Relucían de puro negras. Y lo estaban rodeando...

-¡Sacámelas de encima, Amanda! ¡Sacálas de ahí...! -gemía Gonzalo.

Pero las cucarachas lo rodeaban y Gonzalo buscaba hacerse un ovillo en el rincón de la cama, aferrado a la colcha mugrienta. Gimiendo como un animal perseguido...

-Sacáme esas porquerías de ahí, Amanda... -gemía.

Pero las cucarachas no se iban, pululaban por las paredes, iban y venían moviéndose vertiginosamente, infestando el techo, el piso, todo. Legiones de pesadillas zigzagueantes, tumores surgidos de los abismos, pústulas que reventaban entre estallidos sanguinolentos.

-¡Por favor, Amandaaaaa! -gritó Gonzalo.

Gritaba y cerraba los ojos, percibiendo el rumor de millones de patas que iban y venían. Gritaba para no oír ese asqueroso sonido.

Y cuando abrió los ojos, las cucarachas no estaban.

Ni siquiera estaba aquel agujero en el techo.

Gonzalo Iríbar jadeaba como alguien al límite de sus fuerzas.

-Amanda... -gemía.





Amanda había vuelto a apiadarse de él.

Pobre Amanda, dulce Amanda, hermosa Amanda...

Frágil criatura de carne y hueso, ahora diluida en la nada.

Pobre ángel.

Pero el ángel no perdonaba. El ángel le enviaba esas visones horribles para torturarlo al máximo. Y sólo cuando Gonzalo gritaba, aullaba de puro terror, las visiones se marchaban.

¿Hasta cuándo duraría esto? ¿Hasta cuándo lo soportaría?

La mirada vidriosa del hombretón sucio y desharrapado se paseó por el cuarto. Había un enjambre silencioso de botellas vacías diseminadas por todas partes.

Y todo el licor que había contenido una vez estaba dentro de Gonzalo.

-Tengo sed -murmuró sin preocuparse si alguien lo escuchaba o no.

Los vecinos solían escuchar sus gritos, sus alaridos y más de una vez habían venido a golpearle la puerta para que se callara.

Se levantó, tambaleando, como si fuera un bebé dando sus primeros pasos inseguros. Un espejo partido al medio le mostró despiadadamente la ruina en que estaba convertido desde hacía ocho meses...

Desde que Amanda se había marchado para siempre...

En su andar simiesco, vacilante, Gonzalo tropezó con una botella. Y la botella estaba intacta, sellada y pletórica de líquido.

Gonzalo la descorchó con desesperación y bebió.

Bebió como una esponja, envenenando aún más sus tripas y su cerebro.

Ya no podía mantenerse en pie, embistió la cama y cayó de bruces, la botella escapó de sus manos y su precioso contenido regó la cama.

Un cerdo revolcándose en su chiquero personal, eso era.

Rió, cantó, gimió, ladró, hizo gorgoritos. Sus flatulencias agitaron la colcha con un viento impregnado en podredumbre.

Con esfuerzo, sin tener, ninguna clase de control sobre sus movimientos, apenas quizás un leve reflejo de ellos, se volcó y quedó de cara al techo.

Los ojos vidriosos y muy abiertos. Los dientes amarillos de sarro mostrándose en la boca abierta...

Y entonces por primera vez en sus delirios, Gonzalo Iríbar vio al horroroso perro gris...





-Por favor... por favor...

La voz de Amanda estaba impregnada de miedo. Esa voz que salía de su perfecta boca, esa boca que Gonzalo había pensado mil veces con pasión.

Su hermoso pecho bajaba y subía con frenética rapidez. Y el miedo estaba en sus grandes ojos negros.

Apenas podía moverse, atada de pies y manos como estaba.

-Puta -escupió Gonzalo.

-Mi amor... no sabés lo que decís... - sollozaba ella.

-Te encamás con Rolando Pesci a mis espaldas, ¿no? Vos, mi mujer. Yo hubiera puesto las manos en el fuego por vos...

-Dejáme explicarte, Gonzalo... ¡estás loco...! No sabés lo que decís... -ella hablaba entrecortadamente con la voz mutilada por los sollozos.

Gonzalo sabía que podía gritar hasta cansarse y nadie la iba a oír en la soledad invernal de la quinta de Florencio Varela.

Todavía la amaba, todavía la deseaba y se maldecía por ello. Le había arrancado las ropas a tirones y la hermosa piel de alabastro aparecía bajo los pedazos de tela.

¡Cómo la amaba! ¡Cómo la odiaba! La había inmortalizado en sus telas. Tan perfecta en su desnudez. Sonriendo, provocativa, prometiéndole mil placeres que después se hacían realidad en la quietud nocturna de la alcoba.

Su esposa, su amante, su hembra. Su todo.

"Te mataré si un día me engañas", le había prometido Gonzalo.

Y ahora iba a cumplirlo.

Encendió el soplete y la llamarada azul brotó voraz del pico del aparato. Ella dio un chillido y se revolvió inútilmente, tratando de liberarse de sus ataduras. Y no lo logró.

-Por favor... Gonzalo... por favor, mi amor... -gimió mientras el calor de la llama se le acercaba su rostro.

-Moríte, puta de mierda... -silabeó él, loco de furia, de odio, de celos.

Ella gritó cuando la llama tocó su rostro. Fue un largo grito que retumbó en la casa solitaria.

Y siguió gritando mientras el fuego derretía su piel de alabastro como si fuera cera que se fundía...





Era un abominable perro gris de ojos rojizos...

Una repulsiva criatura, sucia, enorme, cubierta de pústulas, un can leproso, salpicado de tumores que parecían ondular sobre su ajada piel.

El horrible perro gris mostró sus colmillos. Su cabezota era deforme, como si fuera cruza de perro con otra cosa, una cosa que no era animal, ni humana, ni mineral ni nada que la mente humana pudiera imaginar.

Ni en el infierno podían desear tener un perro así.

Gonzalo se apretujó otra vez en el rincón de la cama, temblando como una hoja.

-Amanda... sacáme de aquí... Amanda... llevátelo... por favor...

Era el ruego que siempre acudía a sus labios.

Y siempre funcionaba. El ángel se apiadaba de sus terrores y se llevaba a esas bestias que aparecían.

Se llevaba a las cucarachas, a las serpientes, a las babosas cornudas que se arrastraban por las paredes de su departamento.

-Amanda... por favor...

Pero el horroroso perro gris no se movía.

Tenía las fauces abiertas y una larga, longilínea lengua roja, chorreante de baba colgada, ondulando suavemente.

Y los ojos rojizos de aquella bestia no se apartaban de él.

-Amanda... mi amor... ¿Cuándo me vas a perdonar...?

Gonzalo Iríbar era una bolita acurrucada contra el vértice de la cama, temblando convulsivamente, con los dedos febriles aferrados a la colcha mugrosa.

Y el enorme, horroroso perro gris no se movía de allí.

El enorme, horroroso perro gris estaba tensando los músculos para saltar sobre él y desgarrarle la garganta. Y luego engulliría su carne, destrozaría sus huesos, les quitaría hasta el tuétano que había dentro de ellos.

-Amanda... por favor... -lloraba Gonzalo.

Quizás esta vez el ángel no iba a perdonar.

Quizás ésta era la pesadilla final...





-¿No me oís, Gonzalo?

Hacía tres días que Gonzalo había comenzado a beber. Desde la misma noche en que Amanda se había ido para siempre.

Despegó los labios del vaso y miró a Rolando Pesci, su "marchand". Pesci era un individuo distinguido de finos bigotes siempre impecable y perfumado.

En cambio Gonzalo lucía desgreñado, macilento y las botellas comenzaban a apilarse en la intimidad de su "atelier".

-¿Qué decís...? -A duras penas Gonzalo podía reprimir el odio que sentía por el otro. Le bastaba pensar que se había revolcado con Amanda en la misma cama, que había besado, que la había disfrutado...

-"Tal vez no quedaría tan bonito después de una pasada de soplete", pensó.

-Amanda es un ángel... ¿sabés lo que hizo por Julia y por mí?

¿Qué carajo le importaban Gonzalo Rolando Pesci y su esposa Julia?

-Vos sabés... -Aquí Rolando se sirvió un trago de la misma botella que Gonzalo estaba vaciando a conciencia.

-No. No sé -Era cierto. No sabía lo que el otro iba a decirle ni le importaba. Estaba jugando con la idea de clavarle un cuchillo por la espalda ni bien se diera vuelta-.

-Julia me pescó en una "aventurita"...

-Oh... -Gonzalo volvió a paladear el áspero sabor del whisky.

-Quería separarse de mí... Estaba loca, pobre... Vos sabés cómo somos los hombres. Amamos generalmente a nuestras esposas, pero no podemos decir que no cuando alguna que valga la pena se ofrece y...

-¿Y? -preguntó Gonzalo, apartando el vaso de sus labios.

-Ahí entra Amanda, tu mujer. ¿Sabés que le habló a Julia? Y no una, sino varias veces. Iba y venía entre nosotros. Como un correo sin estampilla.

Gonzalo comenzó a quedarse sin aire.

-¿Cómo...? -preguntó.

-Esa noche que vos nos encontraste en aquel restaurante... ¿Te acordás? Me imagino lo que habrás pensado, conociendo lo celoso que sos... - Rolando Pesci bebía y sonreía.

-¿Que vos y Amanda...?

-Eso. Que yo te engañaba con Amanda. Y la pobre, tratando de unirnos, cosa que finalmente consiguió. Julia me perdonó la vida. Y aquí estoy... Vine a invitarte a una cena en casa. Los cuatro, claro. Amanda, vos, Julia y yo...

-Es que... - Un torbellino de ideas giraba en la cabeza de Gonzalo.

-¿Qué pasa, che?

-Amanda se fue hace tres días a Salta, a visitar a sus padres...

-Ah, qué macana...

-Y... ¿cuándo va a volver? Por la reunión, digo. Julia y yo vamos a estar muy felices de volver a verla...

-¿Volver...?

-Sí. Eso dije. Volver... ¿Cuándo va a volver? -El otro sonreía.

Gonzalo pensó en ese pozo que había cavado hacía tres noches en los fondos de su quinta de Florencio Varela. Y en ese cuerpo ennegrecido que había dejado allí, tapado bajo muchas paladas de tierra.

-Pronto... En una semana -dijo.





Claro que Amanda nunca volvió.

Él mismo denunció el hecho a la policía. La policía buscó y buscó, hurgó por todos lados como es habitual, pero no encontró nada.

Suele pasar. Hay tantos crímenes que jamás se descubren. Porque están muy bien planificados, o porque la suerte simplemente se pone de parte de los criminales.

Suele pasar. Esto último pasó en el caso de Gonzalo Iríbar.

Quien siguió bebiendo cada vez más. Más y más. Litros y litros de whisky, galones y barriles de whisky. Un océano de whisky donde su mente comenzó a navegar sin timón mientras su cuerpo se deshacía ante los embates del licor.

Hasta llegar al "delirium tremens". La etapa final donde arrojan para siempre el ancla, los desesperados.





El horroroso perro gris gruñó.

Era una criatura pavorosa, escupida quien sabe de qué hediondo infierno, un ser vomitado por el caos primigenio, un horror metafísico, el horror que late en la base de todas las cosas vivientes y las cosas que están del otro lado de la vida y que pugnan por pasar a nuestro plano cotidiano.

-¡No! ¡Amanda! ¡No! ¡Llevátelo! -gritaba.

Y sus gritos explotaban cada vez más fuertes, despertando a los vecinos a esa hora (las tres de la mañana).

-¡Nooooooooo! -gritaba.

Y entonces el horroroso perro gris saltó sobre él.

Un instante antes de que la bestia estuviera encima suyo, Gonzalo percibió su fétido aliento. Un aliento que era más inmundo que mil tumbas abiertas al mismo tiempo...





El comisario Ibáñez se rascó la barbilla. Los de la ambulancia estaban sacando en una camilla, piadosamente cubierta por un lienzo blanco, aquel cuerpo mutilado salvajemente.

Los vecinos que habían llamado, decían que escucharon gritos y otros sonidos que no podían especificar, todos mezclados con el ruido de vidrios rotos, muebles que volaban y mil estrépitos más.

El sargento Posse se le acercó al lado y le convidó un cigarrillo. Ibáñez aceptó.

-¿Qué cosa hizo esto, comisario? -preguntó.

Estaba lloviznando malamente y los reflejos de las luces de neón rebotaban sobre los charcos como lúgubres luces nocturnas antes del alba.

-Un animal... ¿acaso no vio las dentelladas en el cuello?

-Sí, las vi... pero, ¿qué clase de animal?

-Un lobo. Un perro...

-No hay lobos en Buenos Aires, señor... Quizás un perro... pero debió ser un perrazo enorme, digo yo...

Una mano ensangrentada pendía de la camilla que en esos momentos pasaba frente a los dos policías.

Y de pronto la mano se desprendió y cayó a la calle.

Los de la camilla no se dieron cuenta y siguieron hasta la ambulancia. Allí introdujeron el cadáver.

Ibáñez y Posse dieron unos pasos y llegaron hasta la mano crispada, agarrotada que ya recibía algunas gotas de llovizna.

Posse sacó una linterna del bolsillo e iluminó el macabro hallazgo.

-Tiene algo entre los dedos... -murmuró.

Abrió la mano y sacó lo que había en ella.

Era un mechón de pelos grises.

-Creo que debió ser un perro, señor... un perro salvaje... Un enorme y salvaje perro gris... -dijo.

Ibáñez asintió. Y sin saber por qué tuvo un escalofrío. Quizás estaba por pescarse una gripe o un resfrío. Nunca se sabe en invierno.

-Se olvidan de algo -indicó a los de la ambulancia y señaló la mano que yacía en la calle.

Los de la ambulancia se llevaron la mano y los vecinos comenzaron a entrar a sus casas, bullendo en mil comentarios.

Los policías se quedaron junto al patrullero mientras la ambulancia se perdía a lo lejos, en la negrura de la mañana neblinosa.

Y como en el caso de Amanda, la policía buscó y buscó al enorme y horroroso perro gris.

Y también, como en el caso de Amanda; nunca lo encontró...







FIN

(c) Armando S. Fernández
 
ESTE CUENTOI NTEGRÓ LA EDICIÓN "POETAS Y NARRADORES CONTEMPORÁNEOS 2005 - ANTOLOGÍA II" DE LA EDITORIAL DE LOS CUATRO VIENTOS

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