viernes, 25 de junio de 2010

Cuento policial "El Aliento del Diablo" del libro Secuestro Express, Editorial De los Cuatro Vientos




Vilma estaba en la cama, descansando como una gata perezosa. De tanto en tanto se acariciaba los pechos y le sonreía. Después, dejaba que su mano bajara hasta su pubis y con la uña del índice se rozaba los labios de la vulva.


¡Qué mina ésta!. Hacía un rato había tenido de todo y por todos lados y ahora quería más.

-Vení... -Vilma sacó su lengua rosada y se la pasó por los labios. Más que nunca parecía una gata.

-Siempre lo dije. Tenés la "fiebre", ¿no?

Vilma seguía mostrándole la lengua y acariciándose el clítoris. En sus ojos brillaba el deseo. El más primario y bajo de todos los deseos. Vilma no tenía ninguna clase de control cuando estaba en la cama con un tipo. Solía exprimirlo hasta la última gota. Era una puta de alma. No una prostituta, una puta con todas las letras, y estaba orgullosa de serlo.

-Vení... -repitió suavemente.

-No -dijo Medardo Sosa-. Me tengo que ir... -agregó mientras se abotonaba la camisa. Por el rabillo del ojo vio una expresión de fastidio de ella. Tenía las cejas enarcadas pero no cesaba de masajearse el clítoris con su índice.

El hombre se puso el saco. Luego recogió el arma de la mesita de luz.

-Chau. Vuelvo mañana... -dijo.

Entonces ella metió la mano entre sus piernas y lo aferró de los testículos. Sosa dio un involuntario gemido.

-Todavía no, papito... -dijo ella, mientras le desabrochaba la bragueta y con su diestra exploraba hasta encontrarle el fláccido pene y sacárselo afuera.

-Pará, loca... -gruñó él.

Pero ya era tarde, los carnosos y húmedos labios de Vilma comenzaban a succionar ávidamente su miembro viril. Era una caricia tan suave, tan experta... La sensación de terciopelo arrullando su glande era tal que Sosa se abandonó. Entrecerró los ojos mientras una oleada de éxtasis crecía dentro suyo. Vilma era como una animal agazapado, bebiéndolo.

Medardo sintió la tibieza de su semen invadiendo la boca de ella, llenando las galerías de su garganta. Ella se desesperaba y bebía aquella humedad con deleite.

Cuando retiró su boca, Sosa sintió que sus piernas le flaqueaban. Y Sosa no era ningún debilucho. Tenía noventa y cinco kilos bien distribuidos en su cuerpo fibroso y elástico.

-Puta de mierda... -silabeó empujando su frente. La cabeza de ella cayó sobre la almohada. Sonreía. Sosa supo que estaba tragándose su líquido. Degustándolo como quién saborea el mejor de los manjares.

Fue al baño y se higienizó. Se cerró la bragueta y calzó la pistola en el cinto.

-Volvé pronto, papito... -dijo ella mientras se relamía.

-No tan pronto... si te dejo, vas a terminar haciéndome de goma... -tartajeó y salió del departamento.

Cuando llegó a la calle, un viento silbón gemía en el atardecer.





El Cholo estaba trabajando con el soplete cuando Medardo Sosa entró al taller. Las llamas viboreaban en la máscara protectora que el otro tenía puesta en el rostro. El Cholo estaba tan abstraído en la soldadura que no lo oyó llegar. Cuando Sosa le tocó el hombro dio un respingo.

-¿Qué hacés? -El Cholo cerró el soplete y se quitó la máscara. Sonreía. Al Cholo le faltaba un diente y ese cuadrado oscuro era como una ventanita a lo desconocido. El Cholo era larguirucho y menudo. Tenía algo de araña. Lo más característico de su cara eran sus ojos. Dos globos saltones a lo Peter Lorre.

-Me vine a despedir -dijo Sosa mientras sacaba del bolsillo de su saco un cilindro negro y brillante.

-¿A dónde te vas? -el Cholo lo miró extrañado.

-Yo no me voy. Vos sos el que te vas... -mientras hablaba, rapidísimo, Sosa había extraído la automática, calzándole el silenciador.

¡Pof! El taponazo fue como un pedo seco. Uno de esos pedos que no hacen historia. Pero este pedo no tenía hedor a material fecal y sí bullía de hedor a pólvora. El Cholo lucía ahora un tercer ojo en la frente. Y sus dos ojos naturales miraban aún más desorbitados que nunca.

Se derrumbó como un muñeco de humo. Una de sus manos alcanzó a manotear a Sosa y se deslizó apretujada como una garra por el pantalón de su verdugo.

-Porquería... -dijo Sosa y lo escupió. El Cholo había quedado de bruces y su cabeza comenzaba a convertirse en un lago de sangre.

Sosa apuntó a la nuca y disparó por segunda vez. La cabeza del Cholo se sacudió como si un último espasmo de vida lo electrizara.

-Porquería -repitió Sosa mientras desenrollaba el silenciador y guardaba la "pesada" en su cintura.

Se fue silbando bajito. Salió del taller mecánico por la boca abierta de la persiana y se perdió en la noche.





La calva de Ballesteros siempre había brillado. Era como si se la frotara con aceite o crema de manos. Ballesteros era gordo, de ojillos de rata y labios sensuales. Vestía siempre ropa cara. "No hay nada más deplorable que un delincuente mal vestido", solía decir. Y el gordo era eso, un delincuente. Un especialista en "salideras" de bancos. Claro que la plata no le duraba. Le gustaba visitar Palermo y el Central en Mar del Plata (en temporada y fuera de ella). Y de hembras, ni hablar. El gordo había cabalgado sobre las mejores putas de Buenos Aires. Muchas de ellas, de las que figuraban en los catálogos de los hoteles de primera línea de la Reina del Plata.

Estaba plantado en una parada brava en aquella mesa de póker. El humo de los cigarrillos emponzoñaba el ambiente y dos de los jugadores se habían ido al mazo. Pero quedaba uno que le estaba haciendo fuerza y el gordo comenzaba a sudar la gota ídem.

En eso estaba cuando Medardo Sosa llegó al departamento donde se jugaba. Sosa era conocido del dueño de casa, el pecoso Britos. Al verlo por la mirilla y reconocerlo, lo había dejado entrar inmediatamente.

-Sí, el gordo está en la otra habitación... -dijo Britos ante su pregunta.

-¿Puedo pasar? No digas nada. Es una sorpresa... -murmuró Sosa.

-Seguro. Yo te voy a buscar un trago... Es siempre bueno volver a ver a un amigo como vos. Muy duros estos cinco años en Devoto, ¿no?

-Muy duros... -asintió Sosa.

Entró. El gordo le estaba dando la espalda. Sosa volvió a calzar el silenciador en la pistola.

El gordo transpiraba. Acababa de poner sus cartas en la mesa. Full de ases.

-Ganaste -dijo el otro, con algo de bronca.

El gordo sonrió. Fue su último triunfo en esta vida.

El proyectil le abrió la nuca de cuajo y la deflagración le quemó el poco cuero cabelludo que tenía. Su cabeza cayó y dio de bruces sobre la mesa. Quedó oliendo el dinero y las cartas que habían estado orejeando un ratito antes.

Los otros tres tipos miraron despavoridos a Sosa.

-Era una porquería -dijo Sosa a modo de explicación. Desenrolló el silenciador y guardó éste y la pistola.

Y se fue. Ahora el hedor de pólvora mezclado al humo de los cigarrillos hacían más irrespirable aquella mesa de juego.





Alessandri era una ruina. Daba pena verlo, ojeroso, de labios morados. Pero el pucho no se le caía de esos labios. Fumaba dos paquetes por día y a veces más. Era fanático el hombre. Y de los entusiastas. Estaba sentado en un rincón oscuro del bar frente a una botella de ginebra. La ginebra era otra contribución más a su exterminio y eso Alessandri lo tenía claro. Pero la corriente se lo llevaba y él no pensaba hacer muchos esfuerzos para revertir la situación. Estaba entregado, demolido. Y había sido el mejor ladrón de cajas fuertes hacía una década. "Dedos de seda", le decían los de la "yuta".

Y ahora, le temblaba la mano al servirse otro poco más de ginebra.

Hubo un vientecillo cuando la puerta mugrosa del bar se abrió. Se coló una sombra. Alessandri se estaba raspando la garganta con la ginebra cuando la sombra se detuvo ante él.

Alessandri apuró los últimos sorbos y miró hacía arriba. Medardo Sosa le sonreía desde lo alto. Una sonrisa cansada, desteñida.

-Medardo... -murmuró el viejo ladrón.

-¿Me puedo sentar? -preguntó el recién llegado.

-Claro. ¿Qué querés tomar?

-Nada. Sólo me voy a quedar un minuto...

-Qué alegría me da verte...

Sosa sonreía.

-Estoy hecho una piltrafa, ¿no? Y bueno... -Alessandri se encogió de hombros. Se estaba llevando otra vez el vaso a la boca cuando el primer disparo lo alcanzó en el estómago.

Hubo un segundo tiro, por debajo de la mesa. Sosa había preparado su maquinita mortal con rapidez y sin dejar de sonreír.

Nadie oyó los taponazos confundidos con el rumor de los escapes de los automóviles que llegaban de la calle.

-¿Por... qué...? -El viejo ladrón balbuceó la pregunta con esfuerzo. Seguro que había imaginado una muerte más lenta, con los pulmones comidos por el cáncer o la cirrosis fagocitándole el hígado. No así. Bueno, al menos era mucho más rápido y piadoso.

-¿No lo sabés...? -preguntó Sosa.

El otro boqueó, hizo un esfuerza enorme, postrero para hablar, pero no pudo. También él dio con su cara de bruces y ahí quedó inmóvil, con esa inmovilidad que sólo pueden tener los muertos.

Sosa se levantó y se fue. Cuando salía oyó que el mozo se ponía a gritar desaforadamente. Se metió en un taxi que pasaba y se hizo perdiz...





Vilma, que estaba montada sobre él, cesó de cabalgarlo y se quedó tiesa.

-¿Que hiciste qué? -dijo sin poder creer lo que había oído.

-Los maté a los tres. Al Cholo, a Ballesteros y a Alessandri. Los tres hijos de puta están muertos. Ya deben estar largando olor, supongo...

-¿Estás loco? ¿Por qué...? ¿Qué te hicieron?

-¿Y justamente vos me lo preguntás? -Vilma quiso desmontarse, pero él la aferró del brazo y no la dejó. Vilma respiraba entrecortadamente y sus magníficas tetas subían y bajaban. Su sexo estaba húmedo y Medardo Sosa sentía esa humedad mojando su pene.

-No sé... de qué hablás... -dijo ella, muy por lo bajo.

-De mis cinco años en cana, Vilma. De que uno de ellos me vendió, no sé cuál, pero no importa. Uno me vendió. Y éramos amigos. Yo pude haberlos delatado también. Pero no lo hice y pagué el pato por aquel robo a la joyería, ¿te acordás?

Ella asintió. Estaba lívida.

-No dejés que se me caiga el aparato, nena... -demandó él. Ella volvió a moverse, acompasada, expertamente. Sus pechos iban y venían.

-Te estás preguntando por qué maté a los tres si uno me vendió, ¿no es cierto?

Ella asintió, mordiéndose los labios, sin dejar de hamacarse.

-Porque los tres te montaron, Vilma; mientras yo me tenía que cuidar el culo allá en Devoto. Los tres te gozaron a vos, mi esposa. Y decían ser mis amigos. Yo nunca le haría una cosa así a un amigo. Habiendo tantas hembras por ahí, ¿cómo le haría eso a un amigo? Eso es reírse, desvalorizar a ese amigo, es pisarlo... Seguí, Vilma. No te vayas a parar ahora...

-Medardo... perdonáme. ¿Me vas a perdonar...? Cinco años es mucho... ¿Cómo querés que me aguantara? -Vilma estaba a un paso del llanto.

-Para vos también corre la regla... habiendo tantos machos por ahí... ¿tenías que encamarte con mis amigos...? Vos también te reíste de mí, me desvalorizaste... ¿Acaso creías que no me iba a enterar porque estaba preso?

Vilma estaba lagrimeando pero no se atrevía a dejar de hamacarse.

-¿Qué... qué me vas a hacer?

-Vos lo sabés, Vilma. Pero lo voy a hacer después que acabe"...

-Te amo, Medardo. Te adoro... -sollozó ella y seguía empujando con desesperación.

Entonces Medardo acabó y ella sintió la descarga de su sexo. Vilma tuvo un espasmo de terror y se apartó del hombre.

En ese momento hubo golpes en la puerta. Y una voz perentoria se dejó oír.

-¡Policía! ¡Abran! -gritaba alguien del otro lado de la puerta.

-¡Socorro! -La voz de Vilma fue un miserable aullido. Desnuda, magnífica, corrió hacia la puerta.

La mano de Medardo voló rumbo la mesita de luz donde estaba la automática. Esta vez no tenía calzado el silenciador. Ni falta hacía.

Los dos primeros balazos explotaron dentro de la habitación. Penetraron en la espalda de la mujer y la tumbaron de un soplido.

Más gritos del otro lado de la puerta. Medardo sabía que iban a venir. Pero quizás pensó que no vendrían tan rápido. La cosa es que aquí estaban.

Un patadón abrió la puerta. Un "itakazo" reventó como un trueno.

Medardo sintió que una fuerza devastadora lo arrojaba contra el espejo. Pero no soltó la pistola. Volvió a disparar dos veces más y un cuerpo uniformado se dislocó ante él.

El aliento del diablo le respiró en la cara. Supo que la boca del infierno se abría para él. Se levantó, trastabillando. Su brazo izquierdo casi no existía, era un colgajo miserable, sangriento y ennegrecido.

Todavía disparó una vez más. Nunca supo si había acertado. Una lluvia de proyectiles lo arrasó y ya estaba muerto cuando su nuca dio, secamente, contra el piso.

Se hizo un silencio espeso. El humo de la pólvora impregnaba la habitación.

Uno de los policías, el que comandaba el grupo observó en silencio el cuerpo de su subalterno y los otros dos cadáveres desnudos que yacían inmóviles. Se detuvo pensativo un instante en la visión de la destruida belleza de la hembra que yacía a sus pies.

-Maldito perro rabioso... -murmuró con furia.





FIN
 
 
(c) Armando S. Fernández

martes, 22 de junio de 2010

Revista El Federal - Martín Miguel de Güemes

17 de junio de 1821 - Aniversario del fallecimiento de Martín Miguel de Güemes


¡No se lo pierdan!

Cuento "Planeta Tierra, Planeta Mar"


Con un silbido que lo caracterizaba, el periscopio ascendió hasta llegar a las manos del capitán Hans Kaltembrunner. Enseguida el comandante del U-127 enfocó su ojo derecho en el visor. Un gesto de satisfacción torció su boca. Enmarcado en el círculo óptico del periscopio estaba centrado aquel mercante inglés que se había rezagado del convoy. Kaltembrunner pudo leer el nombre de “Glasgow” en su proa.
Una víctima más para su récord de as del arma submarina.
-Preparen torpedos uno y dos.
-Buena cacería, comandante- farfulló Muller, su segundo de a bordo.
El U-127 se sacudió cuando partieron los dos torpedos, uno tras otro.
Kaltembrunner observó calmosamente las blancas estelas de los fatídicos proyectiles surcando las olas. Aquel viejo cascarón sería una presa fácil.
-Quince segundos para la explosión.
El comandante consultó su reloj. La aguja parecía tardar en completar el tiempo estimado, como si quisiera regalar algunos momentos más de vida a la tripulación del viejo mercante británico, en aquellos trágicos días de la batalla del Atlántico que estaba enlutando las filas del león inglés. Las “manadas de lobos” fabricaban viudas y huérfanos casi a diario con sus torpedos y sus cañones.
La primera explosión se produjo en medio del casco del “Glasgow”. El segundo proyectil impactó en la proa ocho segundos después.
-Blanco perfecto. Felicitaciones a los de la cámara de torpedos.
Volvió a mirar por el visor del periscopio. Pudo ver las pequeñas figuras corriendo de aquí para allá. Algún bote que caía al mar. Llamas. Humo negro levantándose en trombas sobre el tranquilo océano.
-Excelente.
-No tardará en irse a pique, comandante.
Pasaron siete u ocho minutos.
-Hum…
-¿Qué ocurre, señor?- Muller había detectado inseguridad en la voz de su jefe.
-Tarda en hundirse. Tarda demasiado.
-Quizás se trate de la carga que lleva, herr comandante.
-Probablemente sea eso.
-Seguramente otro torpedo lo solucionará.
-No. Los torpedos son valiosos y no puedo malgastar otro para mandar al fondo del mar a ese cascajo. Emergeremos y con el cañón de proa terminaremos el trabajo.
Muller asintió con gesto y luego gritó ordenes para subir a la superficie.



Acostados en cubierta, alertas, los marinos del “Glasgow” aguardaban. Los incendios en la bodega estaban razonablemente controlados. Pero los neumáticos sobre la cubierta a los que ellos mismos habían prendido fuego, ardían como el infierno, dando la veraz sensación de que el buque estaba irremisiblemente perdido.
-Allí- dijo uno de los marinos.
 A ochocientos metros del “Glasgow” hubo un borbollón de blanquecina espuma y la proa del sumergible alemán emergió. El tiburón de acero se preparaba a propinar la dentellada fatal.
Los marinos ingleses contuvieron el aliento. Ahora la silueta del sumergible estaba perfectamente visible. Vieron a los hombres de la Kriegsmarine que salían apresuradamente de la torreta y aprontaban el cañón.
Se oyó un pitazo y los marinos británicos se levantaron de un salto. Hubo aprestos veloces sobre cubierta y de pronto, sobre las desgarradas planchas de acero de estribor cayeron las trampillas, desnudando la boca de los cañones navales de grueso calibre.
El U-127 iba a ser sorprendido por un barco “Q”.
Los barcos “Q” eran una nueva jugada que los británicos ponían en el tablero de la terrible batalla del Atlántico, para aminorar las severas pérdidas que sus convoyes mercantes sufrían bajo el flagelo de los submarinos nazis. Se trataba de viejas naves con bodegas abarrotadas de carga que permitía flotar muchas horas, tales como madera o corcho. La idea era que al ser atacados por un submarino, advirtiendo los atacantes que tardaba en hundirse, subirían a la superficie para rematarlo a cañonazos, evitando malgastar torpedos.
Y el comandante alemán había caído en la emboscada.
Al primer cañonazo del U-127 le replicó una feroz andanada del “Glasgow”. Una barrera de proyectiles levantó flagrantes trombas de agua muy cerca del casco del sumergible.
-¡Es una trampa!- aulló Kaltembrunner.
No necesitaba decirlo. Los artilleros de su cañón se habían dado perfectamente cuenta de eso y ahora cerraban desesperadamente la pieza de proa para dejarla en condiciones, antes de volver a sumergirse.
Kaltembrunner no los esperó. Los proyectiles enemigos silbaban peligrosamente sobre su cabeza. Cerró la escotilla de la torreta, abandonando a su suerte a los desesperados artilleros.
-¡Inmersión inmediata!- gritó el comandante
El U-127 comenzó a desaparecer bajo las olas, arrastrando en su succión a los infelices tripulantes que habían quedado afuera. Parecía que iba a escapar indemne del diluvio de proyectiles que cada vez caían más cerca.
Pero uno de aquellas balas enviadas por el “Glasgow” impactó en su flanco de babor antes de que desapareciera definitivamente tragado por el mar.



-Nos dieron, herr comandante.
-¿Qué tan grave es?
-Los compartimientos 4 y 6 están anegados. Las bombas de achique trabajan a pleno. Se van a soldar los remaches que saltaron y enderezarán las vigas torcidas.
-¿A qué profundidad estamos?
- Cuarenta metros y seguimos descendiendo.
-Está bien. Comunique a la sala de máquinas que detengan y estabilicen el U- Boot. Ese maldito bote inglés no está en condiciones de perseguirnos ni de lanzarnos cargas de profundidad.
- Pero podría haber radiado nuestra posición a sus naves de guerra.
-Seguramente lo ha hecho. Pero para que las reparaciones se hagan con efectividad, necesitamos detener el submarino. Cumpla la orden.
-Sí, herr comandante.
Muller se comunicó con la sala de máquinas. De pronto, su rostro adquirió una palidez mortal.
-¿Qué pasa ahora?
-Señor…
-¡Hable, Muller!
-¡No pueden parar la inmersión!  ¡Los sistemas han sido dañados por el impacto!
-¡Maldición!
Kaltembrunner tomó el micrófono y comenzó a dar gritos. La voz desesperada del jefe de máquinas le contestó.
Ya estaban a setenta metros y seguían descendiendo.



A los ciento cuarenta y dos metros de profundidad se escucharon los primeros chirridos de las planchas de acero que gemían, torturadas por la presión.
Los rostros de los tripulantes parecían tallados en cera.
Ciento cincuenta y cuatro metros y los chirridos de las planchas de acero se multiplicaban. Alguno comenzó a rezar. Otro a reír. Los nervios jugaban malas pasadas.
Iban a morir, lo sabían. Desintegrados por la formidable presión que terminaría por reventar el casco del submarino. Los desesperados esfuerzos del plantel de la sala de máquinas no daban resultado para resolver el problema.
Ciento ochenta y tres metros y ya saltaban los remaches uno a uno y la oceánica agua salada era vomitada a chorros dentro del sumergible.
Y de pronto hubo un estampido y pareció que el U-127 se partiría en pedazos. El casco se ladeó, sacudiéndose como enloquecido, de un lado para otro y arrojando a la aterrorizada tripulación como peleles de aquí para allá.
A doscientos treinta y cinco metros, el U-127 había quedado encallado sobre una saliente de roca submarina. Abajo, acechándolo estaba la boca del monstruoso abismo, donde los hombres jamás serían bienvenidos.



-¡Encallamos! ¡Rápido, que se hagan las reparaciones!- gritó Kaltembrunner y los hombres que unos momentos antes estaban agarrotados por el terror reaccionaron con presteza. La mínima probabilidad de sobrevivir les dio fuerzas para luchar.
Se encendieron las llamas de los soldadores autógenos. Repicaron las mazas empuñadas por las manos de los tripulantes para enderezar los parantes retorcidos. Chapoteando en medio metro de agua que inundaba los distintos compartimientos, los submarinistas se movían alentándose con fuertes voces. Afortunadamente las bombas de achique respondían con todo vigor.
Cuarenta minutos después, la emergencia estaba controlada.
-Es un milagro que estemos vivos. Si no hubiéramos encontrado esa saliente rocosa, ya estaríamos desintegrados por la presión- Muller respiraba como toro acribillado por un cruel banderillero.
-No lo estaremos por mucho tiempo si no logramos reparar los sistemas y emerger. Calculo que podemos tener aire respirable para once o doce horas.
Muller se mordió los labios.
-Voy a la sala de máquinas a ver cómo va eso, herr comandante.
-Ocúpese.
Kaltembrunner dio una mirada en derredor. Sus hombres estaban exhaustos.
Se preguntó dónde demonios estaban.
“A un paso de conocer el infierno”, se respondió. Una muerte de ratas, una muerte conocida por todos les esperaba si los ingenieros de a bordo no lograban reparar el sistema de  inmersión.
Se quitó la gorra y se pasó el revés de la mano por la frente plagada de respiración.
-Que dejen el mínimo de luces. Hay que ahorrar baterías.
El submarino quedó en la penumbra.
Kaltembrunner hizo descender el periscopio. Acomodó el visor a la altura de sus ojos. Lo hizo girar en un ángulo de trescientos sesenta grados. Estaba seguro de que no contemplaría más que tinieblas y oscuridad.
Pero lo que descubrió, lo dejó helado.
¡Una fulgurante luz azulada entraba por el visor del periscopio!



Su mente racional le dijo que aquello no era posible. Cerró los ojos. La situación le estaba jugando malas pasadas a su cerebro. Tal vez sería que la falta de oxígeno que ya comenzaba a notarse, sumado a la fatiga y la tensión soportada, lo estaba afectando. Cuando volvió a mirar por el visor del periscopio la cegadora luz seguía allí. Enceguecido, tuvo que retirar los ojos del visor.
-¿Qué ocurre, comandante?- Spiegel, uno de los oficiales estaba a su lado.
-Mire usted mismo y dígame que no estoy alucinando- Kaltembrunner le cedió su lugar ante el periscopio.
Oyó el respingo que emitió Spiegel y supo que no deliraba. Que la potente luz era real.
-¿Otro submarino…?- susurró el oficial.
-¿Qué submarino conoce usted que pueda operar a esta profundidad y emita una luz como ésa?
-No dije que fuera un sumergible nuestro, herr comandante.
Kaltembrunner parpadeó. ¿Podría ser que los británicos o sus aliados americanos tuvieran un sumergible de esas características? No lo creía posible… pero allí estaba.
Y entonces el U-127 se sacudió y los hombres rebotaron contra sus paredes como muñecos. Las luces se apagaron y las cabinas se poblaron de gritos.
La nave se estaba desplazándose de su encalladura. Morirían al precipitarse al abismo
Kaltembrunner maldijo a todos los dioses y demonios que conocía y se despidió de este mundo con un pensamiento para su esposa y sus hijos que estaban en Berlín.



El monstruoso ser con algo de caracol-calamar atrapó entre sus tentáculos al U-127 y comenzó a arrastrarlo hacia los abismos. Era una criatura ciclópea, imposible de describir para los ojos humanos. El sumergible parecía un juguete entre los tentáculos que lo aferraban fuertemente. Y descendía, envuelto en aquella luz azulada que había cegado a Kaltembrunner y a su oficial a través del periscopio. Esa luz, esa radiación que su formidable corpachón emitía, era  lo que lo protegía de las formidables presiones del abismo y también protegía al submarino, que de otra manera ya se habría desintegrado.





Porque estaban a más de cuatro mil metros y por supuesto, el medidor de profundidad del U-127 ya había estallado en pedazos. En las cabinas, los hombres, arrastrados hacía lo profundo como en una enloquecida montaña rusa se preguntaban, en medio de su terror, qué estaba pasando y por qué era que estaban todavía vivos.
Aunque algunos gritaban que ya estaban entrando al infierno.
A doce mil metros de profundidad, el monstruoso caracol-calamar se detuvo sobre una plana y extensa llanura abisal. Otros de su especie, envueltos en la radiación azulada lo recibieron. Y todos ellos estaban en el centro de una ciudad gigantesca, salpicada por mil columnas. Y también la ciudad yacía envuelta en esa fantasmagórica radiación de tono azulado que la protegía de la espantosa presión del abismo submarino.



-¿Qué pasa, herr comandante? ¿A qué profundidad estamos?- La voz de Muller era un susurro.
-No lo sé. Sé que nos deslizamos de la saliente rocosa y nos precipitamos al abismo. No tenemos forma de saber a qué profundidad estamos, pero no es una profundidad que pueda soportar el casco de nuestro submarino. No sé qué pasa.
-Yo sí lo sé. Estamos muertos.
-No estoy muerto ni ustedes tampoco. La muerte no puede ser esto. Enciendan las luces- ordenó Kaltembrunner, pero nadie se movió.
 El comandante fue a su cabina y volvió con su “Luger” amartillada.
-¡Enciendan las luces o comenzaré a disparar!
Lentamente, como si estuvieran adormilados, sus hombres reaccionaron. Se oyó el zumbido de las baterías y los compartimientos del U-127 se iluminaron uno a uno.
-No sé qué pasa, no tengo explicación racional para esto, pero no estamos muertos y mientras no lo estemos, soy el comandante y ustedes, mis subordinados- Kaltembrunner hablaba secamente. Su formación militar disciplinadamente alemana se imponía y restablecía la calma ante el rebaño aterrorizado.
-Cada uno a sus puestos y estén atentos a las ordenes.
Alguno tosió. Otro asintió con un gruñido, pero todos obedecieron.
Kaltembrunner se ubicó otra vez ante el periscopio. La luminosidad estaba allí, pero ahora se mostraba más atenuada.
Pero lo que descubrió por el rectángulo del visor, hizo que su labio inferior temblara epilépticamente.
¡Formas monstruosas, bañadas en la radiación azulada, enjambres de formidables tentáculos agitándose como serpientes furiosas en la aterradora profundidad abisal!
Y la ciudad… La descomunal ciudad de mil columnas grandiosas y templos colosales dedicados a deidades desconocidas
Aquello no era posible!¿A cuántos miles de metros bajo el nivel del mar estaban? ¿Por qué no se había desintegrado el submarino sometido a la horrorosa presión abisal?
“Muller tiene razón. Estamos muertos. Esto debe ser el infierno de los submarinistas”, pensó. No podía haber otra explicación. No había lógica que explicara por qué estaban vivos todavía.
Kaltembrunner se refería, claro, a la lógica humana. Hizo subir el periscopio y se sentó.
Deseaba morir. Deseaba que aquella loca pesadilla terminara. Eso sucedería al menos cuando las baterías se agotaran y el aire se volviera irrespirable.
Y entonces escuchó la voz dentro de su cerebro. Por unos instantes no comprendió. “Me estoy volviendo loco… Nadie puede permanecer cuerdo en estas circunstancias”. Sacudió la cabeza.
Pero la voz continuó hablándole.



-Señor Kaltembrunner. Entienda que no puedo publicar esto que acaba de contarme- Con estas palabras, Fabián Suárez del diario “Meridiano Argentino” apagó el grabador.
El aludido sonrió. Tenía noventa y dos años y a pesar de que la carne de su rostro se retiraba y los huesos parecían a punto de mostrarse, había conservado hasta esos momentos de la entrevista una perfecta lucidez.
-No cree nada de lo que le contado.
-Por supuesto que sí. Sus hazañas de guerra submarina, la entrega de su submarino en el puerto de Mar del Plata, a finales de 1945. Todo eso está fehacientemente comprobado. Por eso vine a dialogar con usted. Estoy reuniendo material para escribir un libro y…
-Entiendo. Borrará esta parte del libro que piensa escribir. Claro ¿Cómo hacer caso de un anciano desquiciado que habla de su encuentro con sirenas y tritones?
Suárez sonrió comprensivamente.
-Pero nunca dije que  eran sirenas o tritones. Eran calamares…o lo parecían. Le repito que “ellos” hablaron a mi mente. Uno de aquellos seres nos trajo al abismo y otro nos llevó a la superficie. La radiación azulada que emitían, los protegía de las presiones submarinas…y también nos protegió a nosotros
-¿Cómo tomaron sus superiores esta historia al regresar al puerto de Bremen?
-Nunca la contamos. Habríamos terminado en algún instituto mental. Fácilmente los médicos habrían diagnosticado alguna neurosis de guerra, o algo por el estilo. Le pedí a la tripulación que cerrara la boca. Estuvieron de acuerdo. Redacté un informe falseando los hechos. Y así, descansamos y luego proseguimos la guerra. Terminé internado en Argentina, lejos de todo aquel horror.
-¿Y nunca contó a nadie esta historia que acaba de relatarme?
El anciano submarinista negó con la cabeza.
-¿Por qué lo hizo ahora?-
-Porque pronto iré a los abismos de los que verdaderamente no se regresa. No quise guardármela para mí. Hasta donde yo sé, todos los que la vivieron, a excepción mía, están muertos.
-¿Y quiénes eran ellos…? ¿Esos seres… esos calamares o lo que fueran?
-Los habitantes del abismo. Los hombres han llegado a la luna y enviado sondas espaciales hasta los confines de nuestro sistema solar, pero poco y nada saben de lo que sucede o existe más allá de los doce o quince mil metros de profundidad en su propio planeta.
-¿Y la ciudad? Los calamares no construyen ciudades. ¿Algo así como la Atlántida que se hundió?
-No lo creo. La ciudad estaba intacta. Ellos la construyeron. Ellos estaban en el planeta desde antes que los dinosaurios y antes, obviamente, que la especie humana. Pero un día, reinarán totalmente sobre la tierra. Me lo advirtieron.
-¿Un día? ¿Cuándo?
-Cuando los polos se licuen, cuando las aguas cubran el planeta Tierra. Cuando el planeta le quepa mejor el nombre de planeta Mar. Cuando la humanidad ni siquiera sea recuerdo. Ese día llegará y ellos simplemente lo esperan. Tienen todo el tiempo del mundo a su favor. ¿O acaso no sabe usted que en el comienzo de la Creación las aguas cubrían todo el planeta, hasta que al bajar las aguas, emergieron las primeras montañas y Pangea, el continente primigenio quedó a la vista, iluminado por nuestro sol?
-Es muy fascinante lo que dice, pero, comprenderá que es increíble.
Fabián Suárez tendió una mano que el otro estrechó.
-Gracias por su amabilidad. Le enviaré un ejemplar cuando se publique.
-Espero que no tarde demasiado, como puede apreciar, no es mucho el tiempo que me resta en este mundo- replicó el veterano submarinista con una afable sonrisa.



-Hum…estas tostadas están deliciosas-
El aroma del buen café flotaba ante su nariz y Fabián Suárez se llevó la taza a sus labios, concluyendo lo poco que restaba de  líquido en ella. Evangelina, su esposa, estaba colocando nuevas tostadas en la panera. Lejano, se oía el zumbido del televisor encendido.
Evangelina lo besó en el cuello, mordisqueó su oreja derecha y susurró:
-Y no es nada comparado con el postre que te tengo reservado esta noche.
Fabián  oprimió su mano.
-No sé qué haría sin vos.
-Es una frase cursi pero efectiva, amor.
-Es que nunca fui un escritor imaginativo.
-¿Te traigo otro poco de café, mentiroso?
Él le besó la mano.
-No sé qué haría sin tu logística.
-Eso está mejor- Evangelina recogió la taza y el platito y salió del cuarto de trabajo de su esposo.
-¡Fabián! ¡Vení!- llamó, de pronto.
-¿Qué ocurre?-
-¡Vení, te digo!
El periodista abandonó su puesto ante la computadora, se quitó los anteojos y salió de la habitación. En el comedor, Evangelina señalaba la TV encendida. Y en ella se veían imágenes escuchándose una voz excitada que decía:
-El repentino descongelamiento de los glaciares del polo norte ha tomado totalmente de sorpresa a la comunidad científica. Aunque se sabía que el proceso se estaba acelerando, no se suponía que las enormes masas de hielo se estén descongelando ahora mismo con extrema rapidez…-
Fabián achicó los ojos. Se acercó más al aparato. Las imágenes aéreas eran elocuentes. Gigantescos bloques de hielo ártico se rajaban y caían al mar.
-La alarma cunde en las zonas costeras. Ya hay devastadoras inundaciones en Alaska y las aguas siguen avanzando, arrasando todo a su paso…
-¿Qué está pasando con la naturaleza, Fabi?
Él la miró demudado, boquiabierto.
No más planeta Tierra. Quizás desde ahora era el turno del planeta Mar.
El turno de seres ignorados, de formas de vida incomprensibles para la mente humana, que tendrían dominio sobre todo lo que hasta ahora pertenecía al hombre.
-Ellos…
-¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¿De qué hablás, Fabi?
Él retrocedió y se sentó, sin replicarle. Ahora las imágenes cambiaban, aunque parecían similares. Ciclópeos bloques de hielo que se partían y caían al mar entre trombas de espuma
-Nos informan que el mismo fenómeno se está dando en el Polo Sur. Se ha perdido contacto con todas las bases científicas y militares de los diferentes países desplegadas en el continente antártico…La situación está adquiriendo ribetes alarmantes y todos se preguntan hasta qué nivel pueden subir las aguas…- seguía diciendo el desconocido relator de la CNN en español.
Una gota de sudor frío se deslizó por sobre la sien de Fabián.
-¿Acaso están en peligro las ciudades…? ¿Acaso la humanidad está en peligro?- preguntaba la voz en off en la TV.
Evangelina se sentó a su lado. Lo miró, preocupada.
-Ellos… Ellos…- Seguía repitiendo el periodista Fabián Suárez.


© Armando S. Fernández

miércoles, 16 de junio de 2010

Cuento "Los que no tenemos amor"



La gente NO se muere de amor.
Eso pasa en las novelitas rosas, cursis, baratas. Pasa en las telenovelas caribeñas, venezolanas. Pasa en algunas películas.
La gente se RIE del amor.
¿Lo confunden con el sexo y el placer (aunque el amor tenga mucho de esos elementos), y el amor no es sólo eso. A lo sumo el sexo y el placer son la cara luminosa del amor. Son los gozos, como diría el poeta. Pero el amor también tiene sombras.
Del mismo modo que una jornada de veinticuatro horas tiene la luz del día y la oscuridad de la noche...


Me enamoré de vos la primera vez que te vi, Gustavo.
Me enamoré de tu mirada sobradora, casi insolente. Me enamoré de los hoyuelos que se formaban en tus mejillas cuando sonreías. Me enamoré de tus ojos oscuros como fondo de pozo. Me enamoré de tu voz cuando por primera vez te dirigiste a mí en la oficina y me saludaste.
- Hola. Sos la empleada nueva, ¿no? -Y me tendiste la mano. Una mano varonil, de ésas que cuando saludan, aprietan. De esas que transmiten vigor, energía, pasión, franqueza-. Soy Gustavo Robles -dijiste.
Y yo supe que eras el hijo del dueño de la empresa, don Cosme Robles, ante quien había llegado con una carta de recomendación para conseguir aquel empleo.
- Daniela Vázquez... -alcancé a murmurar con un hilo de voz.
Me puse colorada. Apenas tenía veintidós años y parecía recién salida del cascarón. Me hiciste un guiño y te fuiste entre las mesas de trabajo de los otros empleados. Y yo te seguí con la mirada.
Créeme, estoy segura de que entonces me nació el amor que tengo por vos.
Y ahora descubro que todo ese amor no me sirve para nada. Que es una planta sembrada en un desierto en el cual nunca llueve. Que soy un pez que pretende nadar en tierra firme. Que soy un pájaro que quiere beberse los vientos y descubre que no tiene alas.
¿Para qué sirve el amor cuando no es correspondido?
¿Para sufrir en silencio? ¿Para guardárselo y restregarse las espinas? ¿Para hacer sangrar el alma? Porque el alma sangra así como sangra el cuerpo cuando algún tejido es cortado.
Y las lágrimas se agotan en la quietud, en la soledad de un departamento de soltera...



- ¿Sabés que Gustavo, el hijo del patrón se casa? -Bettina Folguera me miró con picardía. ¿Sabía o no sabía que yo estaba enamorada de vos, Gustavo?
Enamorada con un amor callado, íntimo, incapaz de salir a la luz, incapaz de exteriorizarse. Por temor al ridículo. Por miedo al miedo.
La empleadita que ganaba cuatro pesos y el hijo del empresario. Y para mejor, con pretensiones. La empleadita que quería llevarte al altar, compartir tus vacaciones, tu cama (eso sí, con anillo y libreta).
La empleadita que quería concebir tus hijos...
La que se moría de amor sin poder decírtelo.
- Hola, Daniela, ¿cómo estás?
- Bien, señor Robles... -contestaba yo.
Yo, que ya tenía treinta años y hacía ocho que estaba en la empresa. Que ahora ganaba más de cuatro pesos y había escalado en la jerarquía.
Que cada vez estaba más cerca del despacho que ocupabas después que tu padre se retiró de los negocios.



Los que tenemos amor existimos pero no vivimos, Gustavo.
En cierta forma somos como el florero que yace sobre la repisa y al que cada tanto se le cambian las flores. Las flores se mueren, se secan, se marchitan. Pero al menos se abren, crecen, viven, se desarrollan, palpitan...
Las flores emanan perfume, regalan su colores, reciben elogios, son aspiradas, cuidadas. Hasta hay gente que les habla, que las ama. Una flor debe ser feliz cuando recibe tantos halagos, creo yo.     ¿Alguien oyó hablar de algún florero que exhale perfume? Los floreros no viven ni mueren. A lo sumo se rompen y son reemplazados por otros sin que nadie los extrañe mayormente.
Ésa es la diferencia entre tener amor y no tenerlo.
Entre ser flor o ser florero.
Y a mí no me tocó ser flor, Gustavo.



- ¿Viste? El señor Gustavo se separó de su esposa. Parece que la fulana le metía los cuernos a rabiar. Menos mal que no tuvieron hijos... -Bettina Folguera podía estar más envejecida, pero el chismorreo de su lengua jamás amainaría.
Y yo, que tenía ya casi cuarenta años y dieciocho en la empresa, me mordí los labios.
Y aborrecí a ésa que tenía tu amor y no lo quiso. A ésa que pudo ser flor y eligió ser florero.
- Che, ¿qué te pasa?
- ¿A mí? Nada, Bettina... ¿Qué me va a pasar?
- Tenés los ojos brillantes...
- Debe... debe ser una basurita que se metió en el ojo... Disculpame... -Saqué el pañuelo de mi cartera y me fui al toilette.
Ahí dentro me puse a sollozar a moco tendido, como la pobre diabla que era. Porque hay que ser pobre diablo para amar a alguien durante dieciocho años y no decírselo, no dárselo a entender al menos, alguna vez.
Hay que ser el colmo de lo estúpido para guardarse un amor así sin decir nada. Me miré al espejo del lavatorio.
"Estás llorando por un hombre que no te pertenece... que nunca te va a pertenecer", pensé.
Y seguí llorando.

Interrumpiste la carta que me estabas dictando y me volviste la espalda. Te quedaste mirando el ventanal, la lejanía. El horizonte infinito que siempre está más allá de una mirada. Ése que se presiente después de la última colina...
- ¿Pasa algo, señor? -pregunté con las manos crispadas y suspendidas en el vacío ante el teclado de la máquina eléctrica.
- Pasa que tengo cincuenta y uno, Daniela... -me contestaste en un murmullo, siempre mirando la ventana.- Pasa que estoy cansado, hastiado... pasa que estoy vacío...
Yo me quedé sin respiración. Las entrañas me hormiguearon. Se me secó la lengua. Quedé en animación suspendida como esas espadas de los cuentos orientales que están colgadas de un hilo sobre los cuerpos desnudos de los amantes que yacen en el lecho...
Te volviste despacio. Me miraste.
- No sé por qué te cuento esto... Bueno, creo que sí sé por qué te lo cuento... Tenés veinticinco años en la empresa y sos mi secretaria privada. ¿Te acordás del día que nos conocimos, Daniela?
¿Cómo no me iba a acordar? Antes pedime que me muera.
- S-sí -dije, con un hilo de voz.
- Sos la mejor empleada que ha tenido esta empresa. Puntual, laboriosa, ordenada, eficiente...
- Gracias, señor...
- Pero antes que todas esas cosas, sos mi amiga. La que siempre, calladamente, escuchó mis confidencias. Arrimando algún consejo atinado...
Oírte decir "amiga" fue como una puñalada. Pero vos me herías sin saber. ¿Cómo ibas a saber si yo no te lo permití? ¿Si yo no me atreví...?
- Dejá. Dejá esa carta. Te la dicto mañana. Mirá, son casi las ocho. Te invito a cenar, ¿querés?
- Pero... yo...
- ¿Qué pasa? ¿Tenés algún compromiso hecho?
Sí, con mi gato. No olvidarme de poner su plato de leche, mirar las noticias de TV, y a lo sumo, si aguanto, ver alguna película por cable.
- N-no... La verdad es que no -Debo haber parpadeado detrás de los anteojos.
- Bueno. ¿Vamos o no?
- Bueno, si usted quiere, señor Robles -murmuré sin poder mirarte los ojos.
- Con una condición. Nunca más me vas a llamar "señor Robles". A los amigos se los llama por el nombre de pila. Gustavo. Daniela. ¿Sí?
- Sí, dije yo con la más estúpida de las sonrisas.
Fuimos.



Nunca había estado en un lugar de esa categoría. Probablemente nunca lo voy a volver a estar. Mozos impecables, comensales de cinco estrellas. Platos exquisitos y vinos aún más exquisitos.
Tu mano aún lucía el anillo en el dedo anular. Debiste darte cuenta que te miraba el detalle, por eso dijiste.
- Aún no puedo creer que Susana ya no está a mi lado...
Sabía cuánto la habías amado, pero la forma en que lo dijiste me hizo saber que aún quedaban brasas encendidas de ese amor. Qué cosa, ¿no? Vos, que podías tener la mujer que quisieras, todavía sufriendo por una, que pisoteó tus sentimientos y se marchó hace años.
El vino me entibiaba el cuerpo, el alma. Sin que me diera cuenta me hacía más locuaz de lo que suelo ser.
- Se nace con estrella o se nace estrellado... -dije.
Abriste los ojos y me miraste, como creo que nunca me habías mirado. ¿Quién mira al florero? Es a la flor a quien se mira, se aprecia.
- Vos... vos nunca te casaste...
- No -dije y bebí otro trago de la copa de cristal. Me sentía distinta, tal vez porque todo había ocurrido de una manera impensada. Porque si me hubieras invitado para otro día, seguro habría inventado una excusa.
No sé por qué, pero lo hubiera hecho. Tal vez porque no hubiera querido que te dieras cuenta de... nada. Que no tuvieras ni la sombra de una sospecha.
Para que no me tuvieras compasión. ¿Sabés qué fea es la compasión? Es la tristeza personificada, tal vez la burla que se disfraza de gesto magnánimo. Por el cielo que no quiero eso.
- Ni te conocieron un novio...
- Tampoco...
- Qué curioso. Siempre te tuve cerca mío... y nunca... nunca me pregunté cómo eras, qué te pasaba. Qué egoísta...
Bebí otro poco de vino. Sólo un sorbo. Sonreí y me encogí de hombros.
- Alguna vez te debés haber enamorado... -sonreiste.
No te contesté enseguida. Las ideas se me agolpaban en la cabeza, se me entremezclaban como olas que chocan porque provienen de corrientes diferentes. Tenía un mar de espuma batiéndome entre las sienes...
- Alguna vez... -repetiste.
- Una sola vez. Y para siempre...
- Oh... -cortaste un trozo de jugoso bife con tus manos varoniles, ésas que siempre admiré.
- ¿Y sería una infidencia saber de quién...?
No me esperaba la pregunta. No me esperaba la situación. Pero de golpe me rebelé contra mis miedos, contra mi callada estupidez. De pronto tuve rabia de mi misma.
- ¿Acaso no lo sabés? -pregunté.
Y vi cómo parpadeabas. Cómo se agrandaban tus ojos. Esos ojos negros que siempre adoré en secreto.
- ¿De quién...? -preguntaste, quizás no muy seguro de la respuesta que podías recibir.
Y yo, la pobre diabla, harta de silencios, angustias y lágrimas escondidas, la que estaba hastiada de ser florero y quería sentirse flor por una vez, por un minuto de su vida, te dije en un susurro:
- De vos.


(c) Armando Segundo Fernández

Fotos de la Exposición "Sentir la Patria - La Historia en Historieta"