domingo, 12 de diciembre de 2010

BALANCE SOBRE ESTE AÑO DEL BICENTENARIO


¡Hola, amigos!



Nuevamente reanudo el contacto con ustedes para contarles las novedades de este fin de año Bicentenario. Cuando llegan las fiestas navideñas y a la hora de alzar las copas en el tradicional brindis, es también tiempo de hacer el balance correspondiente. En mi caso (y deseo a todos ustedes lo mismo) ese balance fue altamente positivo. En mayo pude exponer en el Museo Jauretche, dependiente del Banco provincia de Buenos Aires una colección de historietas sobre batallas argentinas.

Asimismo, desde marzo hasta setiembre esas historietas fueron publicadas en la prestigiosa revista EL FEDERAL, en la que, también colaboré con varias notas. Dos de ellas, referidas a la historieta: Una sobre la legendaria revista El Tony y otra sobre los gauchos en la historieta argentina. Continué con Nahuel Puma, ilustrada por ese gran artista que es Sergio Ibañez en la revista COMIC-AR y estoy trabajando en un proyecto que (crucemos los dedos) creo que dará que hablar para el año que viene.

Saludos,
 
Armando.

ENCUENTRO CON MAESTROS Y JOVENES VALORES DE LA CIENCIA FICCION NACIONAL

La cita fue en un café de Avenida de Mayo, el pasado sábado 11 de Diciembre. Allí, a modo de despedida del año, el joven y emprendedor editor Cristhian Vallini Lawson, convocó a señeras figuras de la ilustración y la redacción de relatos fantásticos.

Fue un placer compartir la tertulia con maestros de la talla de Franz W. Guzmán (un prócer del dibujo argentino), Eli Cuscié, famosa ilustradora y tapista de publicaciones tales como Pistas del Espacio, Bucaneros, la colección Robin Hood de editorial Acme, etc, la gran Martha Barnes, pionera de la historieta nacional, que acaba de recibir un libro publicado en EE UU donde se detalla la carrera de dibujantes argentinos que trabajaron para editoriales norteamericanas y donde (¡Por supuesto!) figura esta entrañable artista. Y por el lado de los escritores, el maestro de maestros, Alfredo J. Grassi, el estupendo Eugenio J. Zappietro (más conocido como Ray Collins), el experimentado Jorge Morhaín, el joven escritor y editor Fabián Juárez, otros nuevos exponentes de nuestra ciencia ficción…y yo; a quien tuvieron la gentileza de invitar para compartir tanta buena charla matizada con café y masitas.

Durante la reunión, Cristhian Vallini Lawson me obsequió ejemplares de AVENTURAMA números 39 (http://revistaaventurama.blogspot.com/), del 1 de agosto de 2010 y número 41 del 1 de setiembre de 2010 (Que salieron algo atrasados pero que, felizmente, ya están en la realidad del papel impreso). En ellos, quienes lo deseen, podrán encontrar, entre otros buenos exponentes, algunos relatos fantásticos escritos por quién suscribe estas líneas.
Excelente y meritoria lucha, la de estos jóvenes y emprendedores editores de C F argentina, la cual merece todo el apoyo de los lectores, porque, les aseguro, hay muy buenos ejemplos de historias fantásticas en las páginas de sus publicaciones. Vaya mi admiración y respeto, por no bajar los brazos en el camino que se han trazado. El 2011 se presenta entonces, como un libro de páginas en blanco. ¡A llenarlo entonces, con nuestros proyectos y nuestros trabajos!


Aquí van algunas fotos de esos buenos momentos que pasamos hablando sobre historias fantásticas en el mencionado café de la Avenida de Mayo.














Nahuel Puma, (en su segunda parte) lucha, en un mundo devastado por el desconocido invasor llegado de las estrellas. ¡No se lo pierdan! Revista COMIC.AR número 13-Noviembre 2010.

sábado, 13 de noviembre de 2010

¡HOLA AMIGOS!

Luego de unos meses vuelvo a conectarme con ustedes. No estuve ocioso (todo lo contrario).
Quiero comentarles que la serie "Nahuel Puma" que realizamos con el maestro Sergio Ibañez salió en la tapa de Comic.ar N° 12 (Agosto 2010) con el comienzo de la segunda parte de las aventuras de este persona.
¡Que lo disfruten!


FUENTE: http://www.comic-ar.com/

FUENTE: http://www.comic-ar.com/


También en la revista EL FEDERAL N° 3339 del 4 de Noviembre pasado, publiqué una nota sobre gauchos y fortineros en la historieta argentina.

(Click para agrandar la imagen)

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lunes, 9 de agosto de 2010

Aventurama 35 - Cuento "Trilobites"

Amigos:

En el Aventurama Número 35- Junio 2010 encontrarán, entre otros interesantes relatos, el cuento "Trilobites" escrito por mi y con uno de mis seudónimos. Es un relato de ciencia ficción con remniscencias lovecraftianas que he situado en la base Esperanza de nuestra Antártida Argentina. Apuesto a que les gustará. Y no es lo único en C F que se viene. Pronto habrá ( si Dios quiere) otras noticias de este tenor.

sábado, 7 de agosto de 2010

Revista El Federal - Historieta de Almirante Brown y nota sobre el Gaucho Rivero

Amigos:

En la revista El Federal número 326 encontraran el comienzo de la historieta del combate naval librado por el Almirante Brown y una nota sobre el Gaucho ANTONIO RIVERO, realizadas por mí.


domingo, 25 de julio de 2010

Cuento: Fragmento de un Mundo Perdido

Encontré la estatuilla en un viejo, decrépito negocio de la calle Defensa, en la zona del Mercado de las Pulgas de San Telmo.

Puedo recordarlo como si hubiese acabado de suceder. Todos los detalles vienen a mi memoria con una claridad increíble. Y lo que sólo era un paseo dominical con mi esposa Perla, se convirtió en algo que no me atrevo a calificar.

Y lo más terrible es que deben haber otros objetos como éste diseminados por el mundo. No me cabe duda de ello. Como ahora no me cabe duda de que la especie humana es sólo una entre las incontables razas inteligentes que han poblado este planeta desde que apareció la vida en él.

Pero... ¿quién va a creer cosas que yo mismo apenas creo?

¿Quién va a creer que fuera de nuestra realidad espacio-temporal el caos cósmico gira en torbellinos arrastrando a todo aquel que ose poner un solo dedo dentro de ese torbellino?

Nadie, porque estamos demasiado seguros de este mundo material en que habitamos. Seguros que el sol se pone esta tarde y que volverá a salir mañana. Y ahora sé que llegará un momento en que no será así. Habrá un instante en que el universo comenzará a morir y se congelarán los planetas que borboritan de vida. Habrá un momento en que la oscuridad se adueñará de todo y la luz morirá.

Habrá un momento en que ciertas "cosas" que reinaron en el caos primigenio volverán a adueñarse de todo y entonces nuestra simple, miserable y minúscula humanidad será barrida de un soplo.

Yo tuve un indicio de eso. Sólo un atisbo del horror que acecha agazapado en el fondo del misterio de la vida.

Conté mi historia a los médicos, por supuesto. Me hicieron preguntas, anotaron y anotaron mis respuestas en sus cuadernillos. Sonrieron, muy comprensivos.

Y me dejaron en esta habitación de paredes acolchadas.

Sé que piensan que estoy loco. Y no puedo culparlos. A mí también me gustaría estar loco. Porque entonces todo lo que voy a narrarles sería sólo el fruto de mi mente extraviada.

Acuclillado en un rincón, acariciando la estatuilla que me han permitido conservar, no hago más que pensar en estas cosas...







- ¿Cuánto quiere por ella?

El viejo me miró por encima de sus lentes. Tenía barba de varios días y sus ojillos pequeños iban y venía sobre mi persona, como los de un pequeño animalejo astuto e inteligente.

Ahora pienso que el viejo sabía.

- Pero Octavio... ¿Cómo vas a comprar eso... esa... porquería...? -La voz de Perla susurró en mi oído izquierdo con un matiz de fastidio. Nos habíamos introducido en aquel vetusto local atestado de cosas aún más vetustas aún... Viejas porcelanas chinas, mesas y sillas talladas minuciosamente, alfombras, vajillas de té, y hasta me parecía que en el aire flotaba un vaho rancio y denso. El vaho del pasado.

- Sólo diez dólares... -murmuró el viejo restregándose las manos.

Examiné la estatuilla. Era hermosa; al menos yo la encontraba hermosa. Representaba una doncella desnuda de pechos enhiestos, opulentos y desafiantes. Pero en torno de ella tenía enroscado una especie de animal. No era en absoluto una serpiente, se parecía quizás vagamente a un cefalópodo pero tampoco era eso. Verdaderamente la imaginación de quien la talló debió de ser exuberante. La acaricié. La doncella tallada parecía sonreírme. Dejé que mis dedos se deslizaran por su largo y ondeado cabello. La estatuilla parecía labrada en marfil pero tampoco estaba seguro de eso.

- ¿De dónde salió esto? -pregunté.

Una luz intranquila bailoteó en los ojillos de hurón del viejo.

- ¿Piensa comprarla o no? -preguntó con un tono que no dudé en calificar de impertinente.

Perla, a mi lado, me miraba desasosegada.

- Vámonos, querido...

- Está bien. Aquí tiene su dinero... -le dije, abriendo mi billetera.

El viejo recogió los dólares con inocultable codicia. Ahora que lo pienso, había como una sensación de alivio en su cara, como si se librara de algo muy molesto.

Tomé la estatuilla y nos fuimos...







Coloqué la estatuilla en una de las repisas del modular y me quedé un rato embelesado, admirándola. De la cocina llegaba el aroma del café que mi esposa estaba preparando.

- Te saliste con la tuya, nomás... -comentó Perla mientras depositaba la bandeja con las humeantes tazas de café y una cesta de bollos de manzana que sus hábiles manos habían cocinado.

Me senté frente a ella. Tenía hambre y frío. Vivíamos en la avenida Independencia, muy cerca de donde habíamos adquirido la estatuilla y la caminata me había abierto el apetito. Por la ventana fisgoneé que la tarde agonizaba.

- Vamos... no vas a decirme que no te gusta... -bromeé indicando la estatuilla.

- Lo admito, es bella... pero hay algo en ella que me resulta... repulsivo... - dijo Perla bebiendo un sorbo de café.

- Hmmm... si fuera repulsivo no permitirías que la colocara bien a la vista.

- Es que... es bella... realmente es bella... Sólo que la cosa, el bicho ése, que está enroscado en torno a la figura humana es... -Perla hizo un gesto como quien no desea seguir hablando de algo que considera fútil y molesto.

Disfrutamos de la merienda en silencio.

- Estoy cansada, amor... me voy a la cama. Si querés más tarde la cena, hay uno bocadillos en la heladera... -murmuró Perla. Me dio un beso y se fue al dormitorio.

Yo me quedé mirando la estatuilla.

La doncella atrapada por la extraña criatura tentacular no parecía sonreírme.

La examiné con atención.

Claro, debía ser un efecto del cansancio que yo también tenía.

La doncella labrada parecía tener los ojos muy, muy abiertos. Como dilatados por el espanto.

No cené. Me fui a la cama temprano, junto al tibio cuerpo de Perla que ya dormía a pierna suelta.

Esa noche comenzaron las pesadillas...







- Tenés cara de haber dormido mal, amor... -me dijo Perla la siguiente mañana cuando me senté a desayunar.

- Debo confesarte que pasé mala noche... Realmente tuvo unos sueños espantosos... -murmuró bebiendo el café que se me antojó un negro y repugnante brebaje.

- Vos no estás bien, Octavio... -Perla me tocó la frente. Mi frente ardía, todo yo parecía arder y comenzaba a tener chuchos de frío.

- Sí... tenés razón... debo estar incubando algo... Una gripe... no sé... -murmuré, apartando la taza de café.

- Voy a avisar a la oficina y luego pido médico. Hoy no te vas a trabajar...

Quise levantarme y por poco me caigo. Mis piernas flaqueaban y me sentía débil como un anciano.

- Estás mal... Vení... te ayudo hasta la cama... -Tuve que apoyarme en ella para llegar hasta el lecho conyugal.

Perla me cubrió con la frazada y luego llamó a la oficina y al médico.

Después se sentó en el borde de la cama. Yo tenía la garganta reseca y sentía mi cuerpo estremecerse con estiletazos de frío.

"Gripe virósica" dictaminó el médico de la obra social. Tenía para varios días de cama.







La segunda noche soñé con un mar desconocido. Era un mar que no estaba en este mundo, no me pregunten cómo, pero yo sabía que era así. Era un mar de aguas negras que golpeaba contra una escollera de rocas marfileñas.

Rocas que eran el mismo tipo de piedra con que la estatuilla había sido cincelada. Tampoco me pregunten cómo pude saber esto, simplemente lo sabía.

Yo tenía miedo. Un miedo paralizante. Algo surgiría de ese mar oscuro que yo no me atrevía a ver.

Cuando las aguas comenzaron a agitarse en ebullición frente a donde yo estaba (en el sueño, claro), grité y me desperté...





La segunda noche soñé con la muchacha representada en la estatuilla que parecía marfil pero no lo era, porque ahora sabía (y tampoco me pregunten cómo) que la talladura no había sido ejecutada en este mundo.

La muchacha estaba desnuda, tenía cabellos rojos como el fuego y muy largos, su cabellera semejaba llamaradas que parecía arder sobre sus hombros desnudos. Su pecho opulento subía y bajaba en frenética respiración y sus ojos estaban dilatados por el terror.

La habían atado a una roca (no sabía quiénes) y la dejaron mirando el mar.

Ella estaba en mis sueños y yo estaba dentro de su realidad. Todavía no sabía cómo eso había ocurrido, pero no iba a tardar en descubrirlo.

- Sálvame... -gimió la doncella y me lo dijo en un idioma que yo jamás había oído pero que comprendía perfectamente.

- Yo... no puedo... -gemí.

- Sálvame... Esto no es morir... es mucho peor... Es ser... ser parte de ELLOS... lo sabes... Sálvame... -gemía.

Di un paso hacia ella. También estaba desnudo y lleno de pavor. No quería que muriera. Pero el horror me impedía decidirme.

- Por favor... ya está viniendo... -sollozaba ella.

Di otro paso, ni siquiera tenía un cuchillo para cortar sus ligaduras, pero busqué un trozo de filosa roca con qué hacerlo.

Entonces las aguas se agitaron y el mar entró en ebullición.

Y ella gritó porque veía algo que yo todavía no veía.

Su grito me hizo volver la cabeza hacia el mar...

Allí, entre trombas de espuma blanquecina algo estaba surgiendo...

Algo que estaba prohibido mirar. Algo que sólo podían ver los condenados, como la muchacha.

Corrí y me oculté entre las rocas mientras ella seguía gritando y trataba inútilmente de liberarse.

Y miré lo que estaba prohibido. Miré lo que surgía mientras la muchacha era arrastrada al mar.

Y entonces me desperté, gimiendo como un chico y bañado en sudor.







Durante el día la fiebre bajaba pero por las noches yo quedaba atrapado en la ardiente telaraña que hacía sudar mis poros. La fiebre llegaba con el sueño y el médico se mostraba muy perplejo. Perla estaba cada día más preocupada.

- ¿Quién es Arioch? -me preguntó.

- ¿De qué hablas...? -le dije mientras sorbía un poco de té con desgano, acostado en la cama.

- Anoche hablabas en sueños, llorabas y gemías como un chico... Hablabas de ciudades perdidas y gente con mucho miedo. Parecías formar parte de esa gente. Claro... era sólo una pesadilla causada por la fiebre...

- ¿Arioch? -pregunté. No recordaba conscientemente el nombre. Pero al repetirlo un vago escalofrío me recorría el cuerpo.

Hacía cerca de una semana que guardaba cama y no iba a trabajar. Me sentía débil y cuando iba al baño, al mirarme en el espejo descubría un rostro que no conocía. Era mi rostro, pero parecía que algo estaba cambiando en él. Como si algo empujara los huesos de mi cara hacia afuera, ávido de mostrarse.

- Hay una cosa que quiero decirte... -murmuró Perla.

Traté de prestarle toda la atención posible.

- Bueno... no es que sea supersticiosa... No lo soy en absoluto, me conocés bien... pero... tu dolencia, esta extraña fiebre que padecés por las noches comenzaron desde el día que compraste esa estatuilla a aquel viejo...

Emití un suspiro.

- Tonterías... simple casualidad... -murmuré.

- Tal vez, Octavio. Y tal vez no. Había algo en ella que me repelió... Te lo dije desde el primer momento...

- ¿Qué hiciste con ella? -pregunté, receloso.

Perla desvió la mirada.

- Ayer iba a tirarla. A fingir que se me rompió. A decir verdad la arrojé al piso. Pero es una piedra muy dura...

- No... no debiste hacer eso... -Yo descubría lo alarmado que estaba ante sus palabras.

- Hoy intenté arrojarla a la bolsa de la basura... y no pude... Cuando... cuando intentaba sólo rozarla... algo... no sé explicar qué, me hacía retroceder...

Perla me miraba con expresión asustada. Ahora yo me daba cuenta de lo asustada que estaba.

- Debemos tirarla. Debemos arrojar esa... cosa fuera de nuestra casa. Es maligna, Octavio. Quizás sea parte de un culto satánico o que sé yo... pero no quiero que permanezca más en esta casa...

Apenas terminé de escucharla, me levanté. Me sentía débil pero una desconocida ansiedad me daba fuerzas.

- ¿A dónde vas...? -preguntó, siguiéndome por el pasillo hacia el comedor.

Llegué hasta el modular, estiré la mano hacia la repisa y tomé la estatuilla.

- No te atrevas... no te atrevas a tocarla... -le dije.

Y se lo dije con odio.







Desde ese momento la estatuilla permaneció sobre mi mesita de noche, al alcance de mi mano. Y las pesadillas se hicieron más vívidas...







Los hombrecillos de piel azul trajeron a otra muchacha. Ésta era aún más bonita que la otra que yo había visto. Sólo que tenía el cabello rubio y la piel blanca como el alabastro. No era de la raza de los hombrecillos de piel azul, ni siquiera me contestaron cuando les pregunté de dónde traían a tales doncellas.

La ataron, como a la otra, en la afilada roca frente al mar y ella, como la otra, gemía y sollozaba.

Ella, como la otra, también gritó y gritó cuando aquella montaña escamosa emergió del mar y se la llevó. Y yo quise gritar y no salieron gritos de mi boca.

Me despertó el zamarreo de las manos de mi esposa.

- Por favor, Octavio... Hay que terminar con esto... Tenés que internarte... -murmuraba Perla y yo sabía que tarde o temprano llamaría a la fuerza pública y me llevarían.

Por eso, aprovechando un rato de ausencia de ella (había ido al cercano supermercado, de compras) me fui de casa.

Llevaba, bajo mi sobretodo, la estatuilla tallada en algo que parecía marfil pero no lo era...







Me moví como se mueven los vagabundos. Me oculté de la luz como lo hacen las cucarachas. Busqué la compañía de las tinieblas y no me importó que las ratas pasaran en tropel sobre mí. Para ese entonces estaba flaco y macilento, no me higienizaba y estaba comido por los piojos. Apenas me alimentaba con restos de comida que encontraba en los potes de desperdicio.

Pero nada me importaba con tal de tener la estatuilla conmigo. Con tal de poder sumergirme por las noches enfebrecidas en aquel otro mundo que yo, sabía, era tan real como éste.







Me atraparon casi cinco días después. Un patrullero que hacía la ronda debió de escuchar mis gemidos. Bajaron del automóvil y me encontraron en aquel sucio callejón. Se apiadaron de mí y me trajeron a un hospital.

Allí me encontró Perla que había (lógicamente) denunciado mi desaparición.

Me quitaron la estatuilla, me alimentaron con suero y poco a poco fui recuperando peso y ganas de vivir.

Perla me dijo, en una de sus visitas, que el viejo de la calle Defensa había desaparecido y que nadie sabía dónde ubicarlo. El negocio estaba cerrado.

No sé quien era ese viejo, pero lo sospecho.

Era uno de los hechiceros (supongo que así debo llamarlo) de la raza de los hombres azules.

Me debieron estar buscando a través del tiempo y el espacio, hasta que me hallaron. Querían hacerme retornar a ese mundo en que habitaban. Lo estaban consiguiendo poco a poco. A través de los delirios y la fiebre. A través de las pesadillas que cada vez ganaban más terreno dentro de mi espíritu.

Y usaron como cebo la estatuilla.

El viejo sabía que yo la reconocería. No conscientemente, por supuesto. Sino a otro nivel de conciencia, de recuerdos.

Sabía que reconocería la estatuilla que yo mismo cincelé a orillas de aquel mar oscuro.

Después de haber visto a uno de sus amos, a uno de sus dioses. A uno de los que vivían en las tinieblas marinas y que de tanto en tanto, exigían la carne de una núbil doncella.

Después de haber visto a Arioch.



Les conté todo a los médicos. Les hablé de ese mundo perdido que aún seguía existiendo en este mismo lugar pero en otra dimensión espacio-temporal. Les advertí que si algún día ellos lograban franquear la barrera que separaba a nuestro mundo del suyo, nuestras ciudades se desplomarían como castillos de naipes. Que nuestras armas, capaces de borrar la civilización humana, no los matarían. Al contrario, los fortificarían, pues ellos se alimentaban de materia fisionable...

Lloré, supliqué, pidiéndoles que se comunicaran con las autoridades de otros países tecnológicamente más adelantados que el nuestro para que detuvieran ciertos experimentos que se estaban efectuando sobre la antimateria y los universos paralelos.

Los médicos sonrieron, tomaron notas y me volvieron a recluir en mi celda.

Las visitas de Perla comenzaron a espaciarse. Ahora sólo viene cada mes. Ella cree que estoy loco y con gusto me gustaría pensar eso mismo. Sería más fácil y comprensible para todos, incluyéndome a mí mismo.

Cuando comencé a gritar y darme la cabeza pidiendo que me restituyeran la estatuilla me enviaron a esta habitación de paredes acolchadas. Luego me negué a comer y los médicos optaron por hacerme llegar la estatuilla, pensando sin duda que eso restablecería algo de mi equilibrio psíquico y en parte, así fue.

Me tranquilicé, volví a comer (aunque poco) y por las noches, acariciando la estatuilla me sumía en sueños enfebrecidos.

Volvía a ese otro mundo perdido, me convertía en un habitante de esa tierra paralela, superpuesta a la nuestra, a ese universo que cohabitaba con el nuestro.

He hablado con los hombrecillos azules en un idioma que nunca escuché pero que entiendo perfectamente.

Ahora sé que la estatuilla que mis manos cincelaron es un nexo, un puente con ese otro mundo en que me muevo por las noches.

Y he visto al viejo, ya sin su disfraz de anticuario de la calle Defensa. He visto su piel de color azul que se vio obligado a disimular para habitar en nuestro universo.

Pero eso no es lo peor de todo.

Lo peor de todo es que los hombrecillos azules quieren que los ayude. Dicen que debo ser un gran mago, un gran hechicero si es que siendo humano como soy, he logrado pasar a través de las dimensiones...

Dicen que me darán las doncellas que quiera, pero no me aclaran de dónde lo consiguen.

Dicen que me darán joyas y gemas refulgentes, como nunca vi. Cualquier cosa que yo pida de su mundo me será otorgada.

Ellos no saben que ni siquiera yo sé cómo penetré en su mundo. ¿Cómo labré la estatuilla "antes" y luego la encontré en el negocio del viejo? ¿Cómo puedo explicar que la curva del tiempo, qué paradoja de leyes cósmicas que ni siquiera oso vislumbrar, me atrapó?

Por supuesto que nunca lo sabré.

Hay respuestas que más vale no conocer.

Los hombrecillos azules son implacables, porque me he negado a hacer lo que piden.

Me han azotado y torturado pero se cuidan de darme muerte. Sufriré mil agonías hasta que mi voluntad ceda a sus demandas.

Quieren que ensanche las puertas espacio-temporales de su mundo al nuestro. Para así ellos y sus amos o sus dioses puedan invadir éste.

No me creen cuando les digo que no sabría cómo hacerlo.

Pero sí deberían creerme cuando les grito que, de saberlo, jamás lo haría.

Arioch no debe ser visto jamás por ningún mortal de esta tierra. Y los otros como él, que sin duda pueblan el fondo del océano de aguas oscuras.

Prefiero morir...

Aunque los hombrecillos azules son salvajemente refinados en sus torturas y su crueldad y la carne tiene un límite para resistir...

Dios mío, Dios de todos los hombres. Dios de este mundo y de muchos otros que no conozco pero que seguro no son del mundo de Arioch y los hombrecillos azules... por el bien de la querida, desdichada y miserable humanidad...

Sálvame o concédeme ya mismo morir.







FIN

(c) Armando S. Fernández

miércoles, 21 de julio de 2010

Revista Soldados: Nota sobre la Exposición "Sentir la Patria, la historia en historieta"

domingo, 11 de julio de 2010

Cuento "El horroroso perro gris"

Gonzalo Iríbar chupó el pico de la botella y su lengua paladeó la última copa de aquel whisky que hedía a alcohol de quemar. Luego, con un bufido arrojó la botella contra la pared y el envase estalló en mil pedazos.


Eructó sonoramente y se tendió en la cama con ojos vidriosos y el cuerpo bañado en transpiración. Su cerebro era una gelatina que se agitaba dentro de las paredes de su cráneo.

La habitación daba vueltas. Aquella noche había bebido hasta no poder más. La cama donde estaba parecía el resto de un naufragio a merced de las olas, por lo que se movía.

En realidad la cama no se movía pero la realidad era lo menos real para la mente del hombretón barbado, de ropas raídas y hedor nauseabundo -¿cuándo había sido la última vez que se había bañado?- que yacía en esa cama a merced del oleaje del licor y la irrealidad.

Primero aparecieron las cucarachas, no reales -que sí las había y por doquier- dentro del viejo departamento de la calle Pozos, sino las de sus pesadillas.

Gonzalo iniciaba otro de sus viajes a través del "delirium tremens"...

Las cucarachas eran enormes, peludas, destilaban una baba blanquecina y tenían largas y finas antenas que parecían orientarse hacia él. Descendían de las paredes, surgiendo de un agujero en el techo que acaba de abrirse desde otra dimensión.

Desde la dimensión de la locura. Desde el mar de la sinrazón, plagado de tinieblas y cosas innombrables...

-No... no... -gimió Gonzalo y se acurrucó en la cama. Los ojos desorbitados, las manos como garras, temblando epilépticamente.

Las enormes cucarachas frotaban sus antenas y parecían decirse cosas entre ellas. Relucían de puro negras. Y lo estaban rodeando...

-¡Sacámelas de encima, Amanda! ¡Sacálas de ahí...! -gemía Gonzalo.

Pero las cucarachas lo rodeaban y Gonzalo buscaba hacerse un ovillo en el rincón de la cama, aferrado a la colcha mugrienta. Gimiendo como un animal perseguido...

-Sacáme esas porquerías de ahí, Amanda... -gemía.

Pero las cucarachas no se iban, pululaban por las paredes, iban y venían moviéndose vertiginosamente, infestando el techo, el piso, todo. Legiones de pesadillas zigzagueantes, tumores surgidos de los abismos, pústulas que reventaban entre estallidos sanguinolentos.

-¡Por favor, Amandaaaaa! -gritó Gonzalo.

Gritaba y cerraba los ojos, percibiendo el rumor de millones de patas que iban y venían. Gritaba para no oír ese asqueroso sonido.

Y cuando abrió los ojos, las cucarachas no estaban.

Ni siquiera estaba aquel agujero en el techo.

Gonzalo Iríbar jadeaba como alguien al límite de sus fuerzas.

-Amanda... -gemía.





Amanda había vuelto a apiadarse de él.

Pobre Amanda, dulce Amanda, hermosa Amanda...

Frágil criatura de carne y hueso, ahora diluida en la nada.

Pobre ángel.

Pero el ángel no perdonaba. El ángel le enviaba esas visones horribles para torturarlo al máximo. Y sólo cuando Gonzalo gritaba, aullaba de puro terror, las visiones se marchaban.

¿Hasta cuándo duraría esto? ¿Hasta cuándo lo soportaría?

La mirada vidriosa del hombretón sucio y desharrapado se paseó por el cuarto. Había un enjambre silencioso de botellas vacías diseminadas por todas partes.

Y todo el licor que había contenido una vez estaba dentro de Gonzalo.

-Tengo sed -murmuró sin preocuparse si alguien lo escuchaba o no.

Los vecinos solían escuchar sus gritos, sus alaridos y más de una vez habían venido a golpearle la puerta para que se callara.

Se levantó, tambaleando, como si fuera un bebé dando sus primeros pasos inseguros. Un espejo partido al medio le mostró despiadadamente la ruina en que estaba convertido desde hacía ocho meses...

Desde que Amanda se había marchado para siempre...

En su andar simiesco, vacilante, Gonzalo tropezó con una botella. Y la botella estaba intacta, sellada y pletórica de líquido.

Gonzalo la descorchó con desesperación y bebió.

Bebió como una esponja, envenenando aún más sus tripas y su cerebro.

Ya no podía mantenerse en pie, embistió la cama y cayó de bruces, la botella escapó de sus manos y su precioso contenido regó la cama.

Un cerdo revolcándose en su chiquero personal, eso era.

Rió, cantó, gimió, ladró, hizo gorgoritos. Sus flatulencias agitaron la colcha con un viento impregnado en podredumbre.

Con esfuerzo, sin tener, ninguna clase de control sobre sus movimientos, apenas quizás un leve reflejo de ellos, se volcó y quedó de cara al techo.

Los ojos vidriosos y muy abiertos. Los dientes amarillos de sarro mostrándose en la boca abierta...

Y entonces por primera vez en sus delirios, Gonzalo Iríbar vio al horroroso perro gris...





-Por favor... por favor...

La voz de Amanda estaba impregnada de miedo. Esa voz que salía de su perfecta boca, esa boca que Gonzalo había pensado mil veces con pasión.

Su hermoso pecho bajaba y subía con frenética rapidez. Y el miedo estaba en sus grandes ojos negros.

Apenas podía moverse, atada de pies y manos como estaba.

-Puta -escupió Gonzalo.

-Mi amor... no sabés lo que decís... - sollozaba ella.

-Te encamás con Rolando Pesci a mis espaldas, ¿no? Vos, mi mujer. Yo hubiera puesto las manos en el fuego por vos...

-Dejáme explicarte, Gonzalo... ¡estás loco...! No sabés lo que decís... -ella hablaba entrecortadamente con la voz mutilada por los sollozos.

Gonzalo sabía que podía gritar hasta cansarse y nadie la iba a oír en la soledad invernal de la quinta de Florencio Varela.

Todavía la amaba, todavía la deseaba y se maldecía por ello. Le había arrancado las ropas a tirones y la hermosa piel de alabastro aparecía bajo los pedazos de tela.

¡Cómo la amaba! ¡Cómo la odiaba! La había inmortalizado en sus telas. Tan perfecta en su desnudez. Sonriendo, provocativa, prometiéndole mil placeres que después se hacían realidad en la quietud nocturna de la alcoba.

Su esposa, su amante, su hembra. Su todo.

"Te mataré si un día me engañas", le había prometido Gonzalo.

Y ahora iba a cumplirlo.

Encendió el soplete y la llamarada azul brotó voraz del pico del aparato. Ella dio un chillido y se revolvió inútilmente, tratando de liberarse de sus ataduras. Y no lo logró.

-Por favor... Gonzalo... por favor, mi amor... -gimió mientras el calor de la llama se le acercaba su rostro.

-Moríte, puta de mierda... -silabeó él, loco de furia, de odio, de celos.

Ella gritó cuando la llama tocó su rostro. Fue un largo grito que retumbó en la casa solitaria.

Y siguió gritando mientras el fuego derretía su piel de alabastro como si fuera cera que se fundía...





Era un abominable perro gris de ojos rojizos...

Una repulsiva criatura, sucia, enorme, cubierta de pústulas, un can leproso, salpicado de tumores que parecían ondular sobre su ajada piel.

El horrible perro gris mostró sus colmillos. Su cabezota era deforme, como si fuera cruza de perro con otra cosa, una cosa que no era animal, ni humana, ni mineral ni nada que la mente humana pudiera imaginar.

Ni en el infierno podían desear tener un perro así.

Gonzalo se apretujó otra vez en el rincón de la cama, temblando como una hoja.

-Amanda... sacáme de aquí... Amanda... llevátelo... por favor...

Era el ruego que siempre acudía a sus labios.

Y siempre funcionaba. El ángel se apiadaba de sus terrores y se llevaba a esas bestias que aparecían.

Se llevaba a las cucarachas, a las serpientes, a las babosas cornudas que se arrastraban por las paredes de su departamento.

-Amanda... por favor...

Pero el horroroso perro gris no se movía.

Tenía las fauces abiertas y una larga, longilínea lengua roja, chorreante de baba colgada, ondulando suavemente.

Y los ojos rojizos de aquella bestia no se apartaban de él.

-Amanda... mi amor... ¿Cuándo me vas a perdonar...?

Gonzalo Iríbar era una bolita acurrucada contra el vértice de la cama, temblando convulsivamente, con los dedos febriles aferrados a la colcha mugrosa.

Y el enorme, horroroso perro gris no se movía de allí.

El enorme, horroroso perro gris estaba tensando los músculos para saltar sobre él y desgarrarle la garganta. Y luego engulliría su carne, destrozaría sus huesos, les quitaría hasta el tuétano que había dentro de ellos.

-Amanda... por favor... -lloraba Gonzalo.

Quizás esta vez el ángel no iba a perdonar.

Quizás ésta era la pesadilla final...





-¿No me oís, Gonzalo?

Hacía tres días que Gonzalo había comenzado a beber. Desde la misma noche en que Amanda se había ido para siempre.

Despegó los labios del vaso y miró a Rolando Pesci, su "marchand". Pesci era un individuo distinguido de finos bigotes siempre impecable y perfumado.

En cambio Gonzalo lucía desgreñado, macilento y las botellas comenzaban a apilarse en la intimidad de su "atelier".

-¿Qué decís...? -A duras penas Gonzalo podía reprimir el odio que sentía por el otro. Le bastaba pensar que se había revolcado con Amanda en la misma cama, que había besado, que la había disfrutado...

-"Tal vez no quedaría tan bonito después de una pasada de soplete", pensó.

-Amanda es un ángel... ¿sabés lo que hizo por Julia y por mí?

¿Qué carajo le importaban Gonzalo Rolando Pesci y su esposa Julia?

-Vos sabés... -Aquí Rolando se sirvió un trago de la misma botella que Gonzalo estaba vaciando a conciencia.

-No. No sé -Era cierto. No sabía lo que el otro iba a decirle ni le importaba. Estaba jugando con la idea de clavarle un cuchillo por la espalda ni bien se diera vuelta-.

-Julia me pescó en una "aventurita"...

-Oh... -Gonzalo volvió a paladear el áspero sabor del whisky.

-Quería separarse de mí... Estaba loca, pobre... Vos sabés cómo somos los hombres. Amamos generalmente a nuestras esposas, pero no podemos decir que no cuando alguna que valga la pena se ofrece y...

-¿Y? -preguntó Gonzalo, apartando el vaso de sus labios.

-Ahí entra Amanda, tu mujer. ¿Sabés que le habló a Julia? Y no una, sino varias veces. Iba y venía entre nosotros. Como un correo sin estampilla.

Gonzalo comenzó a quedarse sin aire.

-¿Cómo...? -preguntó.

-Esa noche que vos nos encontraste en aquel restaurante... ¿Te acordás? Me imagino lo que habrás pensado, conociendo lo celoso que sos... - Rolando Pesci bebía y sonreía.

-¿Que vos y Amanda...?

-Eso. Que yo te engañaba con Amanda. Y la pobre, tratando de unirnos, cosa que finalmente consiguió. Julia me perdonó la vida. Y aquí estoy... Vine a invitarte a una cena en casa. Los cuatro, claro. Amanda, vos, Julia y yo...

-Es que... - Un torbellino de ideas giraba en la cabeza de Gonzalo.

-¿Qué pasa, che?

-Amanda se fue hace tres días a Salta, a visitar a sus padres...

-Ah, qué macana...

-Y... ¿cuándo va a volver? Por la reunión, digo. Julia y yo vamos a estar muy felices de volver a verla...

-¿Volver...?

-Sí. Eso dije. Volver... ¿Cuándo va a volver? -El otro sonreía.

Gonzalo pensó en ese pozo que había cavado hacía tres noches en los fondos de su quinta de Florencio Varela. Y en ese cuerpo ennegrecido que había dejado allí, tapado bajo muchas paladas de tierra.

-Pronto... En una semana -dijo.





Claro que Amanda nunca volvió.

Él mismo denunció el hecho a la policía. La policía buscó y buscó, hurgó por todos lados como es habitual, pero no encontró nada.

Suele pasar. Hay tantos crímenes que jamás se descubren. Porque están muy bien planificados, o porque la suerte simplemente se pone de parte de los criminales.

Suele pasar. Esto último pasó en el caso de Gonzalo Iríbar.

Quien siguió bebiendo cada vez más. Más y más. Litros y litros de whisky, galones y barriles de whisky. Un océano de whisky donde su mente comenzó a navegar sin timón mientras su cuerpo se deshacía ante los embates del licor.

Hasta llegar al "delirium tremens". La etapa final donde arrojan para siempre el ancla, los desesperados.





El horroroso perro gris gruñó.

Era una criatura pavorosa, escupida quien sabe de qué hediondo infierno, un ser vomitado por el caos primigenio, un horror metafísico, el horror que late en la base de todas las cosas vivientes y las cosas que están del otro lado de la vida y que pugnan por pasar a nuestro plano cotidiano.

-¡No! ¡Amanda! ¡No! ¡Llevátelo! -gritaba.

Y sus gritos explotaban cada vez más fuertes, despertando a los vecinos a esa hora (las tres de la mañana).

-¡Nooooooooo! -gritaba.

Y entonces el horroroso perro gris saltó sobre él.

Un instante antes de que la bestia estuviera encima suyo, Gonzalo percibió su fétido aliento. Un aliento que era más inmundo que mil tumbas abiertas al mismo tiempo...





El comisario Ibáñez se rascó la barbilla. Los de la ambulancia estaban sacando en una camilla, piadosamente cubierta por un lienzo blanco, aquel cuerpo mutilado salvajemente.

Los vecinos que habían llamado, decían que escucharon gritos y otros sonidos que no podían especificar, todos mezclados con el ruido de vidrios rotos, muebles que volaban y mil estrépitos más.

El sargento Posse se le acercó al lado y le convidó un cigarrillo. Ibáñez aceptó.

-¿Qué cosa hizo esto, comisario? -preguntó.

Estaba lloviznando malamente y los reflejos de las luces de neón rebotaban sobre los charcos como lúgubres luces nocturnas antes del alba.

-Un animal... ¿acaso no vio las dentelladas en el cuello?

-Sí, las vi... pero, ¿qué clase de animal?

-Un lobo. Un perro...

-No hay lobos en Buenos Aires, señor... Quizás un perro... pero debió ser un perrazo enorme, digo yo...

Una mano ensangrentada pendía de la camilla que en esos momentos pasaba frente a los dos policías.

Y de pronto la mano se desprendió y cayó a la calle.

Los de la camilla no se dieron cuenta y siguieron hasta la ambulancia. Allí introdujeron el cadáver.

Ibáñez y Posse dieron unos pasos y llegaron hasta la mano crispada, agarrotada que ya recibía algunas gotas de llovizna.

Posse sacó una linterna del bolsillo e iluminó el macabro hallazgo.

-Tiene algo entre los dedos... -murmuró.

Abrió la mano y sacó lo que había en ella.

Era un mechón de pelos grises.

-Creo que debió ser un perro, señor... un perro salvaje... Un enorme y salvaje perro gris... -dijo.

Ibáñez asintió. Y sin saber por qué tuvo un escalofrío. Quizás estaba por pescarse una gripe o un resfrío. Nunca se sabe en invierno.

-Se olvidan de algo -indicó a los de la ambulancia y señaló la mano que yacía en la calle.

Los de la ambulancia se llevaron la mano y los vecinos comenzaron a entrar a sus casas, bullendo en mil comentarios.

Los policías se quedaron junto al patrullero mientras la ambulancia se perdía a lo lejos, en la negrura de la mañana neblinosa.

Y como en el caso de Amanda, la policía buscó y buscó al enorme y horroroso perro gris.

Y también, como en el caso de Amanda; nunca lo encontró...







FIN

(c) Armando S. Fernández
 
ESTE CUENTOI NTEGRÓ LA EDICIÓN "POETAS Y NARRADORES CONTEMPORÁNEOS 2005 - ANTOLOGÍA II" DE LA EDITORIAL DE LOS CUATRO VIENTOS

Una nueva historieta histórica para disfrutar en Revista El Federal

El Tony, el sabor de la aventura - Nota Revista El Federal 8-07-10




viernes, 25 de junio de 2010

Cuento policial "El Aliento del Diablo" del libro Secuestro Express, Editorial De los Cuatro Vientos




Vilma estaba en la cama, descansando como una gata perezosa. De tanto en tanto se acariciaba los pechos y le sonreía. Después, dejaba que su mano bajara hasta su pubis y con la uña del índice se rozaba los labios de la vulva.


¡Qué mina ésta!. Hacía un rato había tenido de todo y por todos lados y ahora quería más.

-Vení... -Vilma sacó su lengua rosada y se la pasó por los labios. Más que nunca parecía una gata.

-Siempre lo dije. Tenés la "fiebre", ¿no?

Vilma seguía mostrándole la lengua y acariciándose el clítoris. En sus ojos brillaba el deseo. El más primario y bajo de todos los deseos. Vilma no tenía ninguna clase de control cuando estaba en la cama con un tipo. Solía exprimirlo hasta la última gota. Era una puta de alma. No una prostituta, una puta con todas las letras, y estaba orgullosa de serlo.

-Vení... -repitió suavemente.

-No -dijo Medardo Sosa-. Me tengo que ir... -agregó mientras se abotonaba la camisa. Por el rabillo del ojo vio una expresión de fastidio de ella. Tenía las cejas enarcadas pero no cesaba de masajearse el clítoris con su índice.

El hombre se puso el saco. Luego recogió el arma de la mesita de luz.

-Chau. Vuelvo mañana... -dijo.

Entonces ella metió la mano entre sus piernas y lo aferró de los testículos. Sosa dio un involuntario gemido.

-Todavía no, papito... -dijo ella, mientras le desabrochaba la bragueta y con su diestra exploraba hasta encontrarle el fláccido pene y sacárselo afuera.

-Pará, loca... -gruñó él.

Pero ya era tarde, los carnosos y húmedos labios de Vilma comenzaban a succionar ávidamente su miembro viril. Era una caricia tan suave, tan experta... La sensación de terciopelo arrullando su glande era tal que Sosa se abandonó. Entrecerró los ojos mientras una oleada de éxtasis crecía dentro suyo. Vilma era como una animal agazapado, bebiéndolo.

Medardo sintió la tibieza de su semen invadiendo la boca de ella, llenando las galerías de su garganta. Ella se desesperaba y bebía aquella humedad con deleite.

Cuando retiró su boca, Sosa sintió que sus piernas le flaqueaban. Y Sosa no era ningún debilucho. Tenía noventa y cinco kilos bien distribuidos en su cuerpo fibroso y elástico.

-Puta de mierda... -silabeó empujando su frente. La cabeza de ella cayó sobre la almohada. Sonreía. Sosa supo que estaba tragándose su líquido. Degustándolo como quién saborea el mejor de los manjares.

Fue al baño y se higienizó. Se cerró la bragueta y calzó la pistola en el cinto.

-Volvé pronto, papito... -dijo ella mientras se relamía.

-No tan pronto... si te dejo, vas a terminar haciéndome de goma... -tartajeó y salió del departamento.

Cuando llegó a la calle, un viento silbón gemía en el atardecer.





El Cholo estaba trabajando con el soplete cuando Medardo Sosa entró al taller. Las llamas viboreaban en la máscara protectora que el otro tenía puesta en el rostro. El Cholo estaba tan abstraído en la soldadura que no lo oyó llegar. Cuando Sosa le tocó el hombro dio un respingo.

-¿Qué hacés? -El Cholo cerró el soplete y se quitó la máscara. Sonreía. Al Cholo le faltaba un diente y ese cuadrado oscuro era como una ventanita a lo desconocido. El Cholo era larguirucho y menudo. Tenía algo de araña. Lo más característico de su cara eran sus ojos. Dos globos saltones a lo Peter Lorre.

-Me vine a despedir -dijo Sosa mientras sacaba del bolsillo de su saco un cilindro negro y brillante.

-¿A dónde te vas? -el Cholo lo miró extrañado.

-Yo no me voy. Vos sos el que te vas... -mientras hablaba, rapidísimo, Sosa había extraído la automática, calzándole el silenciador.

¡Pof! El taponazo fue como un pedo seco. Uno de esos pedos que no hacen historia. Pero este pedo no tenía hedor a material fecal y sí bullía de hedor a pólvora. El Cholo lucía ahora un tercer ojo en la frente. Y sus dos ojos naturales miraban aún más desorbitados que nunca.

Se derrumbó como un muñeco de humo. Una de sus manos alcanzó a manotear a Sosa y se deslizó apretujada como una garra por el pantalón de su verdugo.

-Porquería... -dijo Sosa y lo escupió. El Cholo había quedado de bruces y su cabeza comenzaba a convertirse en un lago de sangre.

Sosa apuntó a la nuca y disparó por segunda vez. La cabeza del Cholo se sacudió como si un último espasmo de vida lo electrizara.

-Porquería -repitió Sosa mientras desenrollaba el silenciador y guardaba la "pesada" en su cintura.

Se fue silbando bajito. Salió del taller mecánico por la boca abierta de la persiana y se perdió en la noche.





La calva de Ballesteros siempre había brillado. Era como si se la frotara con aceite o crema de manos. Ballesteros era gordo, de ojillos de rata y labios sensuales. Vestía siempre ropa cara. "No hay nada más deplorable que un delincuente mal vestido", solía decir. Y el gordo era eso, un delincuente. Un especialista en "salideras" de bancos. Claro que la plata no le duraba. Le gustaba visitar Palermo y el Central en Mar del Plata (en temporada y fuera de ella). Y de hembras, ni hablar. El gordo había cabalgado sobre las mejores putas de Buenos Aires. Muchas de ellas, de las que figuraban en los catálogos de los hoteles de primera línea de la Reina del Plata.

Estaba plantado en una parada brava en aquella mesa de póker. El humo de los cigarrillos emponzoñaba el ambiente y dos de los jugadores se habían ido al mazo. Pero quedaba uno que le estaba haciendo fuerza y el gordo comenzaba a sudar la gota ídem.

En eso estaba cuando Medardo Sosa llegó al departamento donde se jugaba. Sosa era conocido del dueño de casa, el pecoso Britos. Al verlo por la mirilla y reconocerlo, lo había dejado entrar inmediatamente.

-Sí, el gordo está en la otra habitación... -dijo Britos ante su pregunta.

-¿Puedo pasar? No digas nada. Es una sorpresa... -murmuró Sosa.

-Seguro. Yo te voy a buscar un trago... Es siempre bueno volver a ver a un amigo como vos. Muy duros estos cinco años en Devoto, ¿no?

-Muy duros... -asintió Sosa.

Entró. El gordo le estaba dando la espalda. Sosa volvió a calzar el silenciador en la pistola.

El gordo transpiraba. Acababa de poner sus cartas en la mesa. Full de ases.

-Ganaste -dijo el otro, con algo de bronca.

El gordo sonrió. Fue su último triunfo en esta vida.

El proyectil le abrió la nuca de cuajo y la deflagración le quemó el poco cuero cabelludo que tenía. Su cabeza cayó y dio de bruces sobre la mesa. Quedó oliendo el dinero y las cartas que habían estado orejeando un ratito antes.

Los otros tres tipos miraron despavoridos a Sosa.

-Era una porquería -dijo Sosa a modo de explicación. Desenrolló el silenciador y guardó éste y la pistola.

Y se fue. Ahora el hedor de pólvora mezclado al humo de los cigarrillos hacían más irrespirable aquella mesa de juego.





Alessandri era una ruina. Daba pena verlo, ojeroso, de labios morados. Pero el pucho no se le caía de esos labios. Fumaba dos paquetes por día y a veces más. Era fanático el hombre. Y de los entusiastas. Estaba sentado en un rincón oscuro del bar frente a una botella de ginebra. La ginebra era otra contribución más a su exterminio y eso Alessandri lo tenía claro. Pero la corriente se lo llevaba y él no pensaba hacer muchos esfuerzos para revertir la situación. Estaba entregado, demolido. Y había sido el mejor ladrón de cajas fuertes hacía una década. "Dedos de seda", le decían los de la "yuta".

Y ahora, le temblaba la mano al servirse otro poco más de ginebra.

Hubo un vientecillo cuando la puerta mugrosa del bar se abrió. Se coló una sombra. Alessandri se estaba raspando la garganta con la ginebra cuando la sombra se detuvo ante él.

Alessandri apuró los últimos sorbos y miró hacía arriba. Medardo Sosa le sonreía desde lo alto. Una sonrisa cansada, desteñida.

-Medardo... -murmuró el viejo ladrón.

-¿Me puedo sentar? -preguntó el recién llegado.

-Claro. ¿Qué querés tomar?

-Nada. Sólo me voy a quedar un minuto...

-Qué alegría me da verte...

Sosa sonreía.

-Estoy hecho una piltrafa, ¿no? Y bueno... -Alessandri se encogió de hombros. Se estaba llevando otra vez el vaso a la boca cuando el primer disparo lo alcanzó en el estómago.

Hubo un segundo tiro, por debajo de la mesa. Sosa había preparado su maquinita mortal con rapidez y sin dejar de sonreír.

Nadie oyó los taponazos confundidos con el rumor de los escapes de los automóviles que llegaban de la calle.

-¿Por... qué...? -El viejo ladrón balbuceó la pregunta con esfuerzo. Seguro que había imaginado una muerte más lenta, con los pulmones comidos por el cáncer o la cirrosis fagocitándole el hígado. No así. Bueno, al menos era mucho más rápido y piadoso.

-¿No lo sabés...? -preguntó Sosa.

El otro boqueó, hizo un esfuerza enorme, postrero para hablar, pero no pudo. También él dio con su cara de bruces y ahí quedó inmóvil, con esa inmovilidad que sólo pueden tener los muertos.

Sosa se levantó y se fue. Cuando salía oyó que el mozo se ponía a gritar desaforadamente. Se metió en un taxi que pasaba y se hizo perdiz...





Vilma, que estaba montada sobre él, cesó de cabalgarlo y se quedó tiesa.

-¿Que hiciste qué? -dijo sin poder creer lo que había oído.

-Los maté a los tres. Al Cholo, a Ballesteros y a Alessandri. Los tres hijos de puta están muertos. Ya deben estar largando olor, supongo...

-¿Estás loco? ¿Por qué...? ¿Qué te hicieron?

-¿Y justamente vos me lo preguntás? -Vilma quiso desmontarse, pero él la aferró del brazo y no la dejó. Vilma respiraba entrecortadamente y sus magníficas tetas subían y bajaban. Su sexo estaba húmedo y Medardo Sosa sentía esa humedad mojando su pene.

-No sé... de qué hablás... -dijo ella, muy por lo bajo.

-De mis cinco años en cana, Vilma. De que uno de ellos me vendió, no sé cuál, pero no importa. Uno me vendió. Y éramos amigos. Yo pude haberlos delatado también. Pero no lo hice y pagué el pato por aquel robo a la joyería, ¿te acordás?

Ella asintió. Estaba lívida.

-No dejés que se me caiga el aparato, nena... -demandó él. Ella volvió a moverse, acompasada, expertamente. Sus pechos iban y venían.

-Te estás preguntando por qué maté a los tres si uno me vendió, ¿no es cierto?

Ella asintió, mordiéndose los labios, sin dejar de hamacarse.

-Porque los tres te montaron, Vilma; mientras yo me tenía que cuidar el culo allá en Devoto. Los tres te gozaron a vos, mi esposa. Y decían ser mis amigos. Yo nunca le haría una cosa así a un amigo. Habiendo tantas hembras por ahí, ¿cómo le haría eso a un amigo? Eso es reírse, desvalorizar a ese amigo, es pisarlo... Seguí, Vilma. No te vayas a parar ahora...

-Medardo... perdonáme. ¿Me vas a perdonar...? Cinco años es mucho... ¿Cómo querés que me aguantara? -Vilma estaba a un paso del llanto.

-Para vos también corre la regla... habiendo tantos machos por ahí... ¿tenías que encamarte con mis amigos...? Vos también te reíste de mí, me desvalorizaste... ¿Acaso creías que no me iba a enterar porque estaba preso?

Vilma estaba lagrimeando pero no se atrevía a dejar de hamacarse.

-¿Qué... qué me vas a hacer?

-Vos lo sabés, Vilma. Pero lo voy a hacer después que acabe"...

-Te amo, Medardo. Te adoro... -sollozó ella y seguía empujando con desesperación.

Entonces Medardo acabó y ella sintió la descarga de su sexo. Vilma tuvo un espasmo de terror y se apartó del hombre.

En ese momento hubo golpes en la puerta. Y una voz perentoria se dejó oír.

-¡Policía! ¡Abran! -gritaba alguien del otro lado de la puerta.

-¡Socorro! -La voz de Vilma fue un miserable aullido. Desnuda, magnífica, corrió hacia la puerta.

La mano de Medardo voló rumbo la mesita de luz donde estaba la automática. Esta vez no tenía calzado el silenciador. Ni falta hacía.

Los dos primeros balazos explotaron dentro de la habitación. Penetraron en la espalda de la mujer y la tumbaron de un soplido.

Más gritos del otro lado de la puerta. Medardo sabía que iban a venir. Pero quizás pensó que no vendrían tan rápido. La cosa es que aquí estaban.

Un patadón abrió la puerta. Un "itakazo" reventó como un trueno.

Medardo sintió que una fuerza devastadora lo arrojaba contra el espejo. Pero no soltó la pistola. Volvió a disparar dos veces más y un cuerpo uniformado se dislocó ante él.

El aliento del diablo le respiró en la cara. Supo que la boca del infierno se abría para él. Se levantó, trastabillando. Su brazo izquierdo casi no existía, era un colgajo miserable, sangriento y ennegrecido.

Todavía disparó una vez más. Nunca supo si había acertado. Una lluvia de proyectiles lo arrasó y ya estaba muerto cuando su nuca dio, secamente, contra el piso.

Se hizo un silencio espeso. El humo de la pólvora impregnaba la habitación.

Uno de los policías, el que comandaba el grupo observó en silencio el cuerpo de su subalterno y los otros dos cadáveres desnudos que yacían inmóviles. Se detuvo pensativo un instante en la visión de la destruida belleza de la hembra que yacía a sus pies.

-Maldito perro rabioso... -murmuró con furia.





FIN
 
 
(c) Armando S. Fernández

martes, 22 de junio de 2010

Revista El Federal - Martín Miguel de Güemes

17 de junio de 1821 - Aniversario del fallecimiento de Martín Miguel de Güemes


¡No se lo pierdan!

Cuento "Planeta Tierra, Planeta Mar"


Con un silbido que lo caracterizaba, el periscopio ascendió hasta llegar a las manos del capitán Hans Kaltembrunner. Enseguida el comandante del U-127 enfocó su ojo derecho en el visor. Un gesto de satisfacción torció su boca. Enmarcado en el círculo óptico del periscopio estaba centrado aquel mercante inglés que se había rezagado del convoy. Kaltembrunner pudo leer el nombre de “Glasgow” en su proa.
Una víctima más para su récord de as del arma submarina.
-Preparen torpedos uno y dos.
-Buena cacería, comandante- farfulló Muller, su segundo de a bordo.
El U-127 se sacudió cuando partieron los dos torpedos, uno tras otro.
Kaltembrunner observó calmosamente las blancas estelas de los fatídicos proyectiles surcando las olas. Aquel viejo cascarón sería una presa fácil.
-Quince segundos para la explosión.
El comandante consultó su reloj. La aguja parecía tardar en completar el tiempo estimado, como si quisiera regalar algunos momentos más de vida a la tripulación del viejo mercante británico, en aquellos trágicos días de la batalla del Atlántico que estaba enlutando las filas del león inglés. Las “manadas de lobos” fabricaban viudas y huérfanos casi a diario con sus torpedos y sus cañones.
La primera explosión se produjo en medio del casco del “Glasgow”. El segundo proyectil impactó en la proa ocho segundos después.
-Blanco perfecto. Felicitaciones a los de la cámara de torpedos.
Volvió a mirar por el visor del periscopio. Pudo ver las pequeñas figuras corriendo de aquí para allá. Algún bote que caía al mar. Llamas. Humo negro levantándose en trombas sobre el tranquilo océano.
-Excelente.
-No tardará en irse a pique, comandante.
Pasaron siete u ocho minutos.
-Hum…
-¿Qué ocurre, señor?- Muller había detectado inseguridad en la voz de su jefe.
-Tarda en hundirse. Tarda demasiado.
-Quizás se trate de la carga que lleva, herr comandante.
-Probablemente sea eso.
-Seguramente otro torpedo lo solucionará.
-No. Los torpedos son valiosos y no puedo malgastar otro para mandar al fondo del mar a ese cascajo. Emergeremos y con el cañón de proa terminaremos el trabajo.
Muller asintió con gesto y luego gritó ordenes para subir a la superficie.



Acostados en cubierta, alertas, los marinos del “Glasgow” aguardaban. Los incendios en la bodega estaban razonablemente controlados. Pero los neumáticos sobre la cubierta a los que ellos mismos habían prendido fuego, ardían como el infierno, dando la veraz sensación de que el buque estaba irremisiblemente perdido.
-Allí- dijo uno de los marinos.
 A ochocientos metros del “Glasgow” hubo un borbollón de blanquecina espuma y la proa del sumergible alemán emergió. El tiburón de acero se preparaba a propinar la dentellada fatal.
Los marinos ingleses contuvieron el aliento. Ahora la silueta del sumergible estaba perfectamente visible. Vieron a los hombres de la Kriegsmarine que salían apresuradamente de la torreta y aprontaban el cañón.
Se oyó un pitazo y los marinos británicos se levantaron de un salto. Hubo aprestos veloces sobre cubierta y de pronto, sobre las desgarradas planchas de acero de estribor cayeron las trampillas, desnudando la boca de los cañones navales de grueso calibre.
El U-127 iba a ser sorprendido por un barco “Q”.
Los barcos “Q” eran una nueva jugada que los británicos ponían en el tablero de la terrible batalla del Atlántico, para aminorar las severas pérdidas que sus convoyes mercantes sufrían bajo el flagelo de los submarinos nazis. Se trataba de viejas naves con bodegas abarrotadas de carga que permitía flotar muchas horas, tales como madera o corcho. La idea era que al ser atacados por un submarino, advirtiendo los atacantes que tardaba en hundirse, subirían a la superficie para rematarlo a cañonazos, evitando malgastar torpedos.
Y el comandante alemán había caído en la emboscada.
Al primer cañonazo del U-127 le replicó una feroz andanada del “Glasgow”. Una barrera de proyectiles levantó flagrantes trombas de agua muy cerca del casco del sumergible.
-¡Es una trampa!- aulló Kaltembrunner.
No necesitaba decirlo. Los artilleros de su cañón se habían dado perfectamente cuenta de eso y ahora cerraban desesperadamente la pieza de proa para dejarla en condiciones, antes de volver a sumergirse.
Kaltembrunner no los esperó. Los proyectiles enemigos silbaban peligrosamente sobre su cabeza. Cerró la escotilla de la torreta, abandonando a su suerte a los desesperados artilleros.
-¡Inmersión inmediata!- gritó el comandante
El U-127 comenzó a desaparecer bajo las olas, arrastrando en su succión a los infelices tripulantes que habían quedado afuera. Parecía que iba a escapar indemne del diluvio de proyectiles que cada vez caían más cerca.
Pero uno de aquellas balas enviadas por el “Glasgow” impactó en su flanco de babor antes de que desapareciera definitivamente tragado por el mar.



-Nos dieron, herr comandante.
-¿Qué tan grave es?
-Los compartimientos 4 y 6 están anegados. Las bombas de achique trabajan a pleno. Se van a soldar los remaches que saltaron y enderezarán las vigas torcidas.
-¿A qué profundidad estamos?
- Cuarenta metros y seguimos descendiendo.
-Está bien. Comunique a la sala de máquinas que detengan y estabilicen el U- Boot. Ese maldito bote inglés no está en condiciones de perseguirnos ni de lanzarnos cargas de profundidad.
- Pero podría haber radiado nuestra posición a sus naves de guerra.
-Seguramente lo ha hecho. Pero para que las reparaciones se hagan con efectividad, necesitamos detener el submarino. Cumpla la orden.
-Sí, herr comandante.
Muller se comunicó con la sala de máquinas. De pronto, su rostro adquirió una palidez mortal.
-¿Qué pasa ahora?
-Señor…
-¡Hable, Muller!
-¡No pueden parar la inmersión!  ¡Los sistemas han sido dañados por el impacto!
-¡Maldición!
Kaltembrunner tomó el micrófono y comenzó a dar gritos. La voz desesperada del jefe de máquinas le contestó.
Ya estaban a setenta metros y seguían descendiendo.



A los ciento cuarenta y dos metros de profundidad se escucharon los primeros chirridos de las planchas de acero que gemían, torturadas por la presión.
Los rostros de los tripulantes parecían tallados en cera.
Ciento cincuenta y cuatro metros y los chirridos de las planchas de acero se multiplicaban. Alguno comenzó a rezar. Otro a reír. Los nervios jugaban malas pasadas.
Iban a morir, lo sabían. Desintegrados por la formidable presión que terminaría por reventar el casco del submarino. Los desesperados esfuerzos del plantel de la sala de máquinas no daban resultado para resolver el problema.
Ciento ochenta y tres metros y ya saltaban los remaches uno a uno y la oceánica agua salada era vomitada a chorros dentro del sumergible.
Y de pronto hubo un estampido y pareció que el U-127 se partiría en pedazos. El casco se ladeó, sacudiéndose como enloquecido, de un lado para otro y arrojando a la aterrorizada tripulación como peleles de aquí para allá.
A doscientos treinta y cinco metros, el U-127 había quedado encallado sobre una saliente de roca submarina. Abajo, acechándolo estaba la boca del monstruoso abismo, donde los hombres jamás serían bienvenidos.



-¡Encallamos! ¡Rápido, que se hagan las reparaciones!- gritó Kaltembrunner y los hombres que unos momentos antes estaban agarrotados por el terror reaccionaron con presteza. La mínima probabilidad de sobrevivir les dio fuerzas para luchar.
Se encendieron las llamas de los soldadores autógenos. Repicaron las mazas empuñadas por las manos de los tripulantes para enderezar los parantes retorcidos. Chapoteando en medio metro de agua que inundaba los distintos compartimientos, los submarinistas se movían alentándose con fuertes voces. Afortunadamente las bombas de achique respondían con todo vigor.
Cuarenta minutos después, la emergencia estaba controlada.
-Es un milagro que estemos vivos. Si no hubiéramos encontrado esa saliente rocosa, ya estaríamos desintegrados por la presión- Muller respiraba como toro acribillado por un cruel banderillero.
-No lo estaremos por mucho tiempo si no logramos reparar los sistemas y emerger. Calculo que podemos tener aire respirable para once o doce horas.
Muller se mordió los labios.
-Voy a la sala de máquinas a ver cómo va eso, herr comandante.
-Ocúpese.
Kaltembrunner dio una mirada en derredor. Sus hombres estaban exhaustos.
Se preguntó dónde demonios estaban.
“A un paso de conocer el infierno”, se respondió. Una muerte de ratas, una muerte conocida por todos les esperaba si los ingenieros de a bordo no lograban reparar el sistema de  inmersión.
Se quitó la gorra y se pasó el revés de la mano por la frente plagada de respiración.
-Que dejen el mínimo de luces. Hay que ahorrar baterías.
El submarino quedó en la penumbra.
Kaltembrunner hizo descender el periscopio. Acomodó el visor a la altura de sus ojos. Lo hizo girar en un ángulo de trescientos sesenta grados. Estaba seguro de que no contemplaría más que tinieblas y oscuridad.
Pero lo que descubrió, lo dejó helado.
¡Una fulgurante luz azulada entraba por el visor del periscopio!



Su mente racional le dijo que aquello no era posible. Cerró los ojos. La situación le estaba jugando malas pasadas a su cerebro. Tal vez sería que la falta de oxígeno que ya comenzaba a notarse, sumado a la fatiga y la tensión soportada, lo estaba afectando. Cuando volvió a mirar por el visor del periscopio la cegadora luz seguía allí. Enceguecido, tuvo que retirar los ojos del visor.
-¿Qué ocurre, comandante?- Spiegel, uno de los oficiales estaba a su lado.
-Mire usted mismo y dígame que no estoy alucinando- Kaltembrunner le cedió su lugar ante el periscopio.
Oyó el respingo que emitió Spiegel y supo que no deliraba. Que la potente luz era real.
-¿Otro submarino…?- susurró el oficial.
-¿Qué submarino conoce usted que pueda operar a esta profundidad y emita una luz como ésa?
-No dije que fuera un sumergible nuestro, herr comandante.
Kaltembrunner parpadeó. ¿Podría ser que los británicos o sus aliados americanos tuvieran un sumergible de esas características? No lo creía posible… pero allí estaba.
Y entonces el U-127 se sacudió y los hombres rebotaron contra sus paredes como muñecos. Las luces se apagaron y las cabinas se poblaron de gritos.
La nave se estaba desplazándose de su encalladura. Morirían al precipitarse al abismo
Kaltembrunner maldijo a todos los dioses y demonios que conocía y se despidió de este mundo con un pensamiento para su esposa y sus hijos que estaban en Berlín.



El monstruoso ser con algo de caracol-calamar atrapó entre sus tentáculos al U-127 y comenzó a arrastrarlo hacia los abismos. Era una criatura ciclópea, imposible de describir para los ojos humanos. El sumergible parecía un juguete entre los tentáculos que lo aferraban fuertemente. Y descendía, envuelto en aquella luz azulada que había cegado a Kaltembrunner y a su oficial a través del periscopio. Esa luz, esa radiación que su formidable corpachón emitía, era  lo que lo protegía de las formidables presiones del abismo y también protegía al submarino, que de otra manera ya se habría desintegrado.





Porque estaban a más de cuatro mil metros y por supuesto, el medidor de profundidad del U-127 ya había estallado en pedazos. En las cabinas, los hombres, arrastrados hacía lo profundo como en una enloquecida montaña rusa se preguntaban, en medio de su terror, qué estaba pasando y por qué era que estaban todavía vivos.
Aunque algunos gritaban que ya estaban entrando al infierno.
A doce mil metros de profundidad, el monstruoso caracol-calamar se detuvo sobre una plana y extensa llanura abisal. Otros de su especie, envueltos en la radiación azulada lo recibieron. Y todos ellos estaban en el centro de una ciudad gigantesca, salpicada por mil columnas. Y también la ciudad yacía envuelta en esa fantasmagórica radiación de tono azulado que la protegía de la espantosa presión del abismo submarino.



-¿Qué pasa, herr comandante? ¿A qué profundidad estamos?- La voz de Muller era un susurro.
-No lo sé. Sé que nos deslizamos de la saliente rocosa y nos precipitamos al abismo. No tenemos forma de saber a qué profundidad estamos, pero no es una profundidad que pueda soportar el casco de nuestro submarino. No sé qué pasa.
-Yo sí lo sé. Estamos muertos.
-No estoy muerto ni ustedes tampoco. La muerte no puede ser esto. Enciendan las luces- ordenó Kaltembrunner, pero nadie se movió.
 El comandante fue a su cabina y volvió con su “Luger” amartillada.
-¡Enciendan las luces o comenzaré a disparar!
Lentamente, como si estuvieran adormilados, sus hombres reaccionaron. Se oyó el zumbido de las baterías y los compartimientos del U-127 se iluminaron uno a uno.
-No sé qué pasa, no tengo explicación racional para esto, pero no estamos muertos y mientras no lo estemos, soy el comandante y ustedes, mis subordinados- Kaltembrunner hablaba secamente. Su formación militar disciplinadamente alemana se imponía y restablecía la calma ante el rebaño aterrorizado.
-Cada uno a sus puestos y estén atentos a las ordenes.
Alguno tosió. Otro asintió con un gruñido, pero todos obedecieron.
Kaltembrunner se ubicó otra vez ante el periscopio. La luminosidad estaba allí, pero ahora se mostraba más atenuada.
Pero lo que descubrió por el rectángulo del visor, hizo que su labio inferior temblara epilépticamente.
¡Formas monstruosas, bañadas en la radiación azulada, enjambres de formidables tentáculos agitándose como serpientes furiosas en la aterradora profundidad abisal!
Y la ciudad… La descomunal ciudad de mil columnas grandiosas y templos colosales dedicados a deidades desconocidas
Aquello no era posible!¿A cuántos miles de metros bajo el nivel del mar estaban? ¿Por qué no se había desintegrado el submarino sometido a la horrorosa presión abisal?
“Muller tiene razón. Estamos muertos. Esto debe ser el infierno de los submarinistas”, pensó. No podía haber otra explicación. No había lógica que explicara por qué estaban vivos todavía.
Kaltembrunner se refería, claro, a la lógica humana. Hizo subir el periscopio y se sentó.
Deseaba morir. Deseaba que aquella loca pesadilla terminara. Eso sucedería al menos cuando las baterías se agotaran y el aire se volviera irrespirable.
Y entonces escuchó la voz dentro de su cerebro. Por unos instantes no comprendió. “Me estoy volviendo loco… Nadie puede permanecer cuerdo en estas circunstancias”. Sacudió la cabeza.
Pero la voz continuó hablándole.



-Señor Kaltembrunner. Entienda que no puedo publicar esto que acaba de contarme- Con estas palabras, Fabián Suárez del diario “Meridiano Argentino” apagó el grabador.
El aludido sonrió. Tenía noventa y dos años y a pesar de que la carne de su rostro se retiraba y los huesos parecían a punto de mostrarse, había conservado hasta esos momentos de la entrevista una perfecta lucidez.
-No cree nada de lo que le contado.
-Por supuesto que sí. Sus hazañas de guerra submarina, la entrega de su submarino en el puerto de Mar del Plata, a finales de 1945. Todo eso está fehacientemente comprobado. Por eso vine a dialogar con usted. Estoy reuniendo material para escribir un libro y…
-Entiendo. Borrará esta parte del libro que piensa escribir. Claro ¿Cómo hacer caso de un anciano desquiciado que habla de su encuentro con sirenas y tritones?
Suárez sonrió comprensivamente.
-Pero nunca dije que  eran sirenas o tritones. Eran calamares…o lo parecían. Le repito que “ellos” hablaron a mi mente. Uno de aquellos seres nos trajo al abismo y otro nos llevó a la superficie. La radiación azulada que emitían, los protegía de las presiones submarinas…y también nos protegió a nosotros
-¿Cómo tomaron sus superiores esta historia al regresar al puerto de Bremen?
-Nunca la contamos. Habríamos terminado en algún instituto mental. Fácilmente los médicos habrían diagnosticado alguna neurosis de guerra, o algo por el estilo. Le pedí a la tripulación que cerrara la boca. Estuvieron de acuerdo. Redacté un informe falseando los hechos. Y así, descansamos y luego proseguimos la guerra. Terminé internado en Argentina, lejos de todo aquel horror.
-¿Y nunca contó a nadie esta historia que acaba de relatarme?
El anciano submarinista negó con la cabeza.
-¿Por qué lo hizo ahora?-
-Porque pronto iré a los abismos de los que verdaderamente no se regresa. No quise guardármela para mí. Hasta donde yo sé, todos los que la vivieron, a excepción mía, están muertos.
-¿Y quiénes eran ellos…? ¿Esos seres… esos calamares o lo que fueran?
-Los habitantes del abismo. Los hombres han llegado a la luna y enviado sondas espaciales hasta los confines de nuestro sistema solar, pero poco y nada saben de lo que sucede o existe más allá de los doce o quince mil metros de profundidad en su propio planeta.
-¿Y la ciudad? Los calamares no construyen ciudades. ¿Algo así como la Atlántida que se hundió?
-No lo creo. La ciudad estaba intacta. Ellos la construyeron. Ellos estaban en el planeta desde antes que los dinosaurios y antes, obviamente, que la especie humana. Pero un día, reinarán totalmente sobre la tierra. Me lo advirtieron.
-¿Un día? ¿Cuándo?
-Cuando los polos se licuen, cuando las aguas cubran el planeta Tierra. Cuando el planeta le quepa mejor el nombre de planeta Mar. Cuando la humanidad ni siquiera sea recuerdo. Ese día llegará y ellos simplemente lo esperan. Tienen todo el tiempo del mundo a su favor. ¿O acaso no sabe usted que en el comienzo de la Creación las aguas cubrían todo el planeta, hasta que al bajar las aguas, emergieron las primeras montañas y Pangea, el continente primigenio quedó a la vista, iluminado por nuestro sol?
-Es muy fascinante lo que dice, pero, comprenderá que es increíble.
Fabián Suárez tendió una mano que el otro estrechó.
-Gracias por su amabilidad. Le enviaré un ejemplar cuando se publique.
-Espero que no tarde demasiado, como puede apreciar, no es mucho el tiempo que me resta en este mundo- replicó el veterano submarinista con una afable sonrisa.



-Hum…estas tostadas están deliciosas-
El aroma del buen café flotaba ante su nariz y Fabián Suárez se llevó la taza a sus labios, concluyendo lo poco que restaba de  líquido en ella. Evangelina, su esposa, estaba colocando nuevas tostadas en la panera. Lejano, se oía el zumbido del televisor encendido.
Evangelina lo besó en el cuello, mordisqueó su oreja derecha y susurró:
-Y no es nada comparado con el postre que te tengo reservado esta noche.
Fabián  oprimió su mano.
-No sé qué haría sin vos.
-Es una frase cursi pero efectiva, amor.
-Es que nunca fui un escritor imaginativo.
-¿Te traigo otro poco de café, mentiroso?
Él le besó la mano.
-No sé qué haría sin tu logística.
-Eso está mejor- Evangelina recogió la taza y el platito y salió del cuarto de trabajo de su esposo.
-¡Fabián! ¡Vení!- llamó, de pronto.
-¿Qué ocurre?-
-¡Vení, te digo!
El periodista abandonó su puesto ante la computadora, se quitó los anteojos y salió de la habitación. En el comedor, Evangelina señalaba la TV encendida. Y en ella se veían imágenes escuchándose una voz excitada que decía:
-El repentino descongelamiento de los glaciares del polo norte ha tomado totalmente de sorpresa a la comunidad científica. Aunque se sabía que el proceso se estaba acelerando, no se suponía que las enormes masas de hielo se estén descongelando ahora mismo con extrema rapidez…-
Fabián achicó los ojos. Se acercó más al aparato. Las imágenes aéreas eran elocuentes. Gigantescos bloques de hielo ártico se rajaban y caían al mar.
-La alarma cunde en las zonas costeras. Ya hay devastadoras inundaciones en Alaska y las aguas siguen avanzando, arrasando todo a su paso…
-¿Qué está pasando con la naturaleza, Fabi?
Él la miró demudado, boquiabierto.
No más planeta Tierra. Quizás desde ahora era el turno del planeta Mar.
El turno de seres ignorados, de formas de vida incomprensibles para la mente humana, que tendrían dominio sobre todo lo que hasta ahora pertenecía al hombre.
-Ellos…
-¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¿De qué hablás, Fabi?
Él retrocedió y se sentó, sin replicarle. Ahora las imágenes cambiaban, aunque parecían similares. Ciclópeos bloques de hielo que se partían y caían al mar entre trombas de espuma
-Nos informan que el mismo fenómeno se está dando en el Polo Sur. Se ha perdido contacto con todas las bases científicas y militares de los diferentes países desplegadas en el continente antártico…La situación está adquiriendo ribetes alarmantes y todos se preguntan hasta qué nivel pueden subir las aguas…- seguía diciendo el desconocido relator de la CNN en español.
Una gota de sudor frío se deslizó por sobre la sien de Fabián.
-¿Acaso están en peligro las ciudades…? ¿Acaso la humanidad está en peligro?- preguntaba la voz en off en la TV.
Evangelina se sentó a su lado. Lo miró, preocupada.
-Ellos… Ellos…- Seguía repitiendo el periodista Fabián Suárez.


© Armando S. Fernández