lunes, 1 de octubre de 2007

El cuento del mes: La risa, Virginia Lang (Intervalo, Colección Sentimientos, Cinco minutos de amor y otros cuentos, 1997)

La risa es salud, dicen...

Claro que sí, sino pregúntenlo a los locos que se están riendo todo el día, cuando no lloran. Porque cuando lloran se ponen normales, como cualquier hijo de vecino.

Y generalmente cuando uno está normal no está saludable (o sino debería estar riéndose todo el día).

Pero hay varios tipos de risa.

Están las risas cristalinas, las risas blancas... las risas que festejan una buena y sana broma.

Las risas que estallan, cuando chocan las copas en algún múltiple brindis. Esas risas de felicidad que a veces van mezcladas con lágrimas.

Están las risas irónicas. Ésas que están cargadas de veneno. Las que generalmente nos dedican nuestros enemigos. Porque todos tenemos enemigos, aunque no queramos creerlo. Si hasta la madre Teresa que se pasaba alimentando y confortando a los seres más marginados y miserables de este mundo, tenía detractores. Después de eso... ¿qué no espera a nosotros?

Hay muchos tipos de risas. Algunas muy buenas, otras regulares, otras malas...

Pero yo oí la peor de todas las risas.

La que no quisiera volver a oír...

¿Les cuento? Sí, les cuento...

No me lo puedo guardar para mí sola. No lo soporto...

Espero que me entiendan, cuando termine...

Y seguro van a estar de acuerdo que no les gustaría escuchar ese tipo de risa, tampoco a ustedes...




- ¡Mirá! ¿No te parece maravilloso?

En la voz de Carola Peña, mi mejor amiga, mi hermana del alma (no de la carne, aunque mil veces lo hubiese deseado), tañían las campanas de la cercana boda.

En verdad su vestido de novia era hermoso, no voy a discutirlo. Pero no era el vestido, en realidad. Era ella. Brillaba, resplandecía. Sus ojos reían, su boca reía. Su alma reía. En siete días sería la señora de Daniel Rovira a quien yo, muy seriamente le había jurado odio eterno si llegaba a hacerla desdichada.

Era una broma, claro. Daniel era el tipo más bueno que yo hubiera conocido. El más gentil, el más cariñoso. Mi Dios, qué hermoso varón era. Apuesto, elegante.

Con traviesos ojos negros que a más de una le hacían "hacerse la película" con él.

Pero créanme, no había problemas. Daniel había caído fulminado, flechado, acribillado ante Carola cuando yo misma los presenté en una reunión que hice en mi casa.

Dos años de esto. Y qué rápido habían pasado.

Si he tenido celos de alguien, fue de ellos, de cómo se amaban. Bastaba verles las miradas que a veces se cruzaban. "Sos mío", decía la mirada de ella.

"Me pertenecés", fulguraba la mirada de él.

En el fuego de su amor, de su pasión, iban a consumirse. Habían trabajado duro. Daniel, codo a codo con su padre, en la empresa constructora propiedad de éste. Carola, en su puesto de secretaria ejecutiva en una importante inmobiliaria.

Era pura magia escuchar la risa de Carola, porque en esa risa tintineaba el cascabel de la suprema alegría.




-El teléfono... Atendé por favor, Esther...

Dejé a un lado la cafetera que tenía en la mano, salí de la cocina del departamento, el nido de amor en que ambos iban a refugiarse después que volvieran de la luna de miel.

El teléfono seguía sonando.

Sonaba de un modo extraño, horrible. Chillón. Un modo inusual, se me antojó.

-Hola... -dije.

-¿La señorita Peña? -reconocí la voz de Sofía, la secretaria del padre de Daniel.

Tenía la voz tensa, como un cordel estirado al máximo, a punto de cortarse.

-Está ocupada... -Era cierto. En la otra habitación Carola estaba quitándose el vestido de novia que se había puesto para mostrarme un rato antes...

-¿Pasó algo? -pregunté.

Me contestó un instante de silencio. Después oí la respiración agitada de mi interlocutora del otro lado de la línea.

-¿Sofía...? -volví a preguntar.

-Se trata de... del hijo del señor Rovira...

-¿Daniel? ¿Qué pasa?

-Tuvo un accidente... en la ruta...

-¿Q... qué...?

-Está muerto... -dijo Sofía con un hilo de voz.

Yo me quedé de hielo. Aturdida con el auricular en la mano. Atónita.

-¿Quién es...?

Carola había salido de la habitación, en pantalón y blusa y me miraba. Sonreía. Sus ojos, su boca. Todavía sonreía.

Lentamente dejó de sonreír al mirar mis pupilas.

Al descubrir la expresión de mi rostro.

-¿Qué pasa, Esther?

Yo quería hablar pero no podía. Mi cerebro no coordinaba. Mi cuerpo estaba como desarticulado.

-¿Qué pasa? -volvió a preguntar. Como yo no contesté, tomó el teléfono. Pero ya habían cortado. Puso el auricular en su sitio y me miró.

-Por favor... decime qué pasa... -me clavó las manos en los hombros.

Y yo trataba de hablar, de decirle... aquello.


El olor de las flores marchitas emponzoñaba el ambiente. La gente iba y venía como sombras. Todos se persignaban ante el lustroso ataúd.

Daniel parecía dormir. Hermoso, esbelto, varonil.

Era como si en cualquier momento fuera a despertar. Como si sus traviesos ojos negros fueran a abrirse, como si de su boca comenzara a despegar una sonrisa.

Entonces la vi acercarse. Despacio. Extrañamente bella, casi como una novia que va al encuentro de su amado, que la espera en el atrio.

Extendió su mano y acarició las mejillas del que dormía ese sueño que todos dormiremos un día. Un sueño de disolución material mientras el alma se abre paso hacia la eternidad...

No lloraba, ya no tenía una sola lágrima más.

Y entonces vi cómo sus labios se desplegaban en una tibia sonrisa. No me alarmé al princpio. Una sonrisa triste, pensé.

Pero la sonrisa se hizo risa.

Y vi las caras de los demás. Vi las expresiones de sorpresa.

Carola reía.

Y era una risa que no era risa. Era una risa que era llanto y era mil cosas más y todas feas, horribles como la más horribles de las noches, como la más angustiosa de las pesadillas.

Seguía riendo, casi a carcajadas cuando la sacaron del lustroso salón.




Todavía ríe. A intervalos.

Cuando para de reír se queda quieta, con la mirada muy fija en un punto cualquiera del techo. Un punto que sólo existe para ella. Seguramente ve algo que los demás no podemos ver.

Algo se rompió en su mente. Algo se rompió en su alma.

Algo se rompió en su corazón. Algo la dejó así, como luce ahora, como un triste títere de hilos cortados.

Carola se fue. Y temo que nunca volverá.

Igual que Daniel.

La diferencia es que Carola (o el ente, como la llamamos los que la visitamos en el neuropsiquiátrico), ríe.

No siempre ríe, claro. Ya les dije que tiene largos períodos de silencio.

Pero cuando ríe... Oh Dios mío... cuando ríe hasta que se le saltan las lágrimas, yo siento que el universo es un caos que gira ciegamente, un caos negro, oscuro y convulso donde no hay nada seguro a qué aferrarse.

¿Me creen ahora cuando les digo que yo escuché la peor de la risas?

¿Me creen cuando digo que tampoco a ustedes les gustaría escuchar ese tipo de risa?

Y aquí estoy, acariciando los cabellos de Carola, hablándole, sabiendo que no me entiende, que no me escucha.

Porque Carola se marchó de este cuerpo. Lo dejó como una cáscara vacía, reseca, sin jugo, podrida.

Sólo dejó su risa. No, no puede ser su risa, ahora que lo pienso.

No sé qué es este sonido, pero daría lo que no tengo por no volver a escucharlo.

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